Dejó el buzo rojo y la boina azul preparados, los mismos que había usado el día en que dio su testimonio clave. A las diez de la mañana, en el Palacio Municipal, se iban a escuchar los alegatos contra el comisario Miguel Etchecolatz, y Julio López no podía faltar. Había sido él quien se había animado a acusarlo. Había sido él quien había contado, con lujo de detalles, cómo “un tipo alto, flaco, con cara de mono” lo había picaneado. Y, gracias a su valiente testimonio, quien fuera la mano derecha del temible jefe de la Policía Bonaerense durante la dictadura, Ramón Camps, fue condenado a cadena perpetua. Pero al albañil nunca llegó a la audiencia. Aquel 18 de septiembre de 2006 desapareció por segunda vez. Los testigos dicen que lo vieron por última vez a las 10.30, caminando solo, a seis cuadras de su casa, vestido con ropa de entrecasa y unos borceguíes que usaba sólo para trabajar. Nunca más hubo rastros de él.
Una casa vacía. A López le gustaba que las plantas estuvieran bien altas. Doce metros medía el árbol de la vereda y los malvones y rosales pasaban la altura de la pared del frente. Entre el pasto había sembrado tomates y ajíes y todas las mañana regaba el jardín con un balde metálico. Pero después de aquel día, cuando llegaron las cámaras de seguridad y la custodia a la casa de Los Hornos, hubo que podar todas las plantas para despejar la vista. El balde quedó oxidado en el fondo de la casa. El árbol, sin ramas. El limonero, sin su dueño. Lupita y Violeta, las perras, seguían dando vueltas por el jardín, esperando que les abriera, como siempre, la puerta de calle. Y la casa, con una ausencia inexplicable.
En la cocina, Irene mira televisión en el sillón en el que Julio solía acomodarse para ver fútbol. A su lado se sienta Rubén, su hijo mayor, quien se presta amablemente a la charla con GENTE. Irene tiene la mirada ausente, como de quien espera sin comprender y escucha en un silencio que se quiebra sólo una vez durante la tarde. “Por lo menos queremos saber qué pasó con mi viejo. Y después, buscar a los culpables. Alguien tiene que saber algo; apelamos a una cuestión de humanidad. La esperanza no la vamos a perder nunca”, lanza Rubén. Saber es el objetivo. Sea cual fuere la verdad.
Militancia de barrio. López nació el 25 de noviembre de 1928 en la localidad bonaerense de General Villegas, pero a los 21 años se mudó a Los Hornos, en las afueras de La Plata. Trabajando como albañil en una quinta conoció a su mujer, Irene. Se casaron y tuvieron dos hijos, Rubén, de 43 años, y Gustavo, de 39.
“Mi viejo era peronista de Perón, agradecido por todo lo que les había dado a los trabajadores”, recuerda Rubén. Su militancia peronista lo llevó a la Unidad Básica del barrio, donde se dedicaba a la ayuda social. “Ibamos los fines de semana, para estar con los chicos del barrio. Jugábamos al fútbol, hacíamos carreras de embolsados. Los demás días de la semana trabajaba, así que más no podía hacer”, detalla.
El 27 de octubre de 1976, con esa militancia como pecado, López desapareció por primera vez. Un grupo de tareas se lo llevó de su casa a la maddrugada, encerrando a su mujer y sus hijos en una pieza. Apareció dos años y ocho meses después, llevando consigo los signos de la tortura de Etchecolatz y la promesa de que algún día contaría lo que había visto en los cuatro centros clandestinos de detención por los que pasó.
“En casa no se hablaba mucho del tema; siempre lo esquivamos. Empezamos a escuchar algo cuando fueron los Juicios por la Verdad, en 1999. Y después, contra Etchecolatz. Escucharlo fue difícil…”, relata su hijo. Aquel 28 de junio del 2006, después de relatar tanto tormento, López quiso volver a su rutina habitual. “Le preguntamos si quería ir a tomar un café, seguir hablando, pero contestó que quería volver a almorzar a casa. Que ya había cumplido, que era todo lo que tenía para decir”.
Al día siguiente, la vida volvió a la normalidad: levantarse a las ocho, desayunar con Irene, hacer mandados, caminar durante media hora, cuidar el jardín. La siesta, el mate de la tarde con salvia (que le habían recomendado para la gota) eran infaltables, tanto como la vuelta en bicicleta. En la radio sintonizaba tango y folklore y en la tele, cualquier canal en el que hubiese una pelota rodando. La cita obligada eran los partidos de Boca.
Ni cuando se lo llevaron, en 1976, ni cuando volvió de ese infierno, ni el 28 de junio de 2006, ni los días que siguieron, López perdió la calma. “Ojalá todos pudiéramos seguir su ejemplo. Nosotros no tenemos nada que reprocharle. No tuvo miedo de ir; estaba ansioso, pero no nervioso. Estamos orgullosos aunque, por eso, hoy mi viejo no esté”, concluye Rubén.
Días de espera. El 18 de septiembre de 2006, López se convirtió en el primer desaparecido en democracia. Desde entonces, en la casa de Los Hornos el teléfono suena, con más o menos frecuencia, con llamados que abren y cierran esperanzas para su familia. “Llega un momento que te acostumbrás. Al principio eran 3 ó 4 llamados por día. Ahora, por semana. Siempre esperamos que puedan llevar a algo”.
Rubén intenta entender la ausencia, mientras pide que alguien termine con ese no saber que sólo quienes lo vivieron de cerca pueden explicar. Irene interviene por primera vez y no hay quien pueda describirlo mejor: “Si por lo menos lo encontraran, se terminaría todo esto. Es insoportable vivir así”.
Donde no se perdía partido que dieran por la tele. La falta del albañil se siente en el hogar de los López. Sus hijos y su esposa esperan que alguien aporte datos certeros sobre su destino.
Julio, en la cocina de su casa, a poco de declarar en el juicio contra el represor Miguel Etchecolatz.
“Ojalá todos pudiéramos seguir su ejemplo. Nosotros no tenemos nada que reprocharle. No tuvo miedo de ir. Estaba ansioso, pero no nervioso. Estamos orgullosos aunque, por eso, hoy mi viejo no esté”.