Es una máquina. ¿Pero de qué? De jugar al tenis. De hacer dinero. Ambas cosas,
por momentos, son la misma. María Sharapova nació el 19 de abril de 1987 en
Nyagan, Siberia, Rusia. Hoy, a los 18, con un ingreso anual de 22 millones de
dólares, es la deportista mejor paga del mundo. Así lo asegura la revista
Forbes, cuya lista de deportistas-usinas-de-dinero la encabeza el golfista
norteamericano Tiger Woods, con 87 millones al año. Pero Woods tiene 30 años, y
no gime cada vez que le pega a la pelotita.
El grito de Sharapova es todo un tema: cada vez que impacta de drive o revés,
Maria exhala una queja/grito/gemido que ha sido medido por especialistas con
pocas cosas que hacer: casi cien decibeles, el sonido que provoca un avión
pequeño al aterrizar. Muchas rivales se han quejado, y un árbitro de Wimbledon,
Alan Mills, llegó a sugerir la descalificación de la tenista rusa. Ella, en voz
baja, retrucó: “Juego así desde los cuatro años; no es algo que pueda evitar.
Por favor ya no me pregunten sobre el tema”. El asunto se habría cerrado ahí
si no fuera porque la revolución de las comunicaciones se mete donde nadie la
llama y sus creativos están obligados a descubrir la pólvora todos los lunes: la
última moda en el mercado de la telefonía móvil europea es bajarte el ringtone
de María Sharapova y su grito exasperado y usarlo de señal de llamada. Así es
como en los bares de París o en los sex shops de Amsterdam la rusa pega el grito
en el momento menos pensado: Occidente se convirtió en el lugar donde siempre un
celular está sonando.
Sharapova es Anna Kournikova, pero Sharapova juega bien. Kournikova facturó
todo lo que pudo, y pudo mucho. Y jugó al tenis todo lo que pudo, y pudo poco
(jamás ganó un torneo). Sharapova, en cambio, gana adentro y afuera de los
courts: no es lo mismo que sólo tener buenos sponsors. Pero hay otra
diferencia con Anita: mientras la actual pareja de Enrique Iglesias cosechó
novios en medio mundo, a Maria jamás se le conoció un hombre, y eso que
candidatos no le deben faltar.
Nike, Cannon, Colgate-Palmolive, Motorola y
TAG Heuer (que hizo tres mil relojes con la marca Sharapova, con
incrustaciones de diamantes, a dos mil dólares cada uno) son algunas de las
multinacionales que la sponsorean. Lo raro es que viene el encargado de
marketing de Nike, pregunta por los representantes legales y la que lo
atiende es Sharapova en persona, bien asesorada, pero en persona. “Yo misma
me encargo de mis contratos, de negociar con los auspiciantes y de algunos temas
relacionados con la prensa”, dijo María y agregó: “Puedo estar hablando
por teléfono con una amiga de cosas super femeninas y al rato llegar a
una reunión de negocios. Sé que tengo sólo 17 (tenía 17 cuando lo dijo)
pero también sé que siempre fui más madura que las chicas de mi edad”.
En rigor, nunca tuvo demasiado contacto con eso que ella llama “las chicas de
mi edad”. Sharapova nunca tuvo educación formal, nunca asistió a un colegio,
y si hoy estudia es porque la secundaria Keystone High tiene una cursada
en Internet, cursada que Maria viene aprobando sin dificultades.
Lo que ocurrió es que a los seis años su padre (su hacedor, su cómplice y su
todo) se dio cuenta de que tenía una campeona en casa. Pero el padre, Yuri
Sharapov, como buena parte de los obreros siberianos, no tenía plata. En un
encuentro epifánico que Sharapova tuvo con la legendaria Martina Navratilova
durante una presentación en Moscú, Yuri debió escuchar: “Tiene que llevar a
su hija a la Academia de Nick Bolletieri”. Se lo había dicho la misma
Martina, y en el mundo del tenis profesional esa palabra era una revelación.
Había dos problemas: la Academia Bolletieri, la más famosa del mundo,
donde dieron sus primeros raquetazos figuras como André Agassi y Mónica Seles,
cobra 35.000 dólares al año. Y otra más: Nick Bollettieri enseña en Florida,
Estados Unidos.
Yuri hizo cuentas, todas las cuentas que le dio la cabeza, hasta que se
decidió. Con apenas mil dólares en el bolsillo y una hija de siete años que le
pegaba como los dioses –aunque con eso no alcanzaba– se fue a los Estados
Unidos. Ni Yuri ni su hija, además, sabían una palabra de inglés.
Pero los dioses son amables con los elegidos, y con las elegidas ni qué hablar.
En pocos días, el jugadísimo Yuri convenció a los ejecutivos de IMG, la
compañía de representantes de deportistas más fuerte de los Estados Unidos, que
con la nena se llevaban una joyita. Los de IMG compraron, le pagaron a la
breve Maria su estancia con Bollettieri y así empezó el milagro que diez
años más tarde ganaría Wimbledon.
Sharapova tenía 17 años y dos meses cuando Serena Williams dejó la pelota en la
red y la convirtió en la segunda mujer más joven de la historia en ganar el
Grand Slam inglés (en 1997, con 16 años y nueve meses, la suiza Martina
Hingis fue devino la más joven en ganarlo). Este año venía por su bicampeonato,
pero las hermanas se vengan unas a otras y Venus no le perdonó a Maria que un
año atrás ésta hubiera dejado a las Williams sin final. En semis, la mayor de
las hermanitas dejó a Sharapova sin doble consagración.
Es la número 2 del mundo, pero los 22 millones de este año serán una ferocidad
financiera al lado de los cuatro (apenas cuatro miserables millones de dólares)
que facturará la número uno, Lindsay Davenport, que se juega todo, muy bien,
pero para las producciones de fotos la rolliza Lindsay no pasa ni la primera
ronda.
En enero de este año, Sharapova visitó la Elephant Village, en Chiang Mai,
al norte de Tailandia, posando con la remera de uno de sus principales
sponsors. Para realizar producciones de fotos hay que hablar con ella en
persona.
Arriba, una sesión de fotos durante el torneo de Indian Wells. Abajo,
tres Sharapovas igualmente infartantes: de noche, muy sexy. A la salida de la
conferencia de prensa, en el All England Lawn Tennis, donde se juega
Wimbledon, con ajustados pantalones blancos. Y de tarde, luego de asistir a su
clase de secundaria por Internet.