Los convulsionados años 60’ nos dejaron infinidad de legados en todos los ámbitos: la verba de Martin Luther King; las canciones de Los Beatles y Bob Dylan; la efigie hecha bandera del Che Guevara; las películas de Godard y Truffaut; las reflexiones de una nena llamada Mafalda...
Y mucho más, claro, porque los 60’ transformaron al mundo como nunca antes, interpelando a la sociedad de postguerra, que observaba cómo Oriente y Occidente alargaban su mortal partida de ajedrez. Y aunque muchos traten de socavar su legado, el Mayo Francés de 1968 sigue siendo un mojón imprescindible de aquel tiempo.
Medio siglo después surgen interpretaciones de todo tipo: algunos la tildan de “revolución fallida”, apenas un reflejo de que el capitalismo estaba encaminado a imponer sus reglas y proclamar “el fin de la Historia”; otros dirán que fue un punto de partida esencial, el grito de hartazgo que encendió una mecha que luego explotaría no sólo en Francia, sino en el resto del mundo. Lo que nadie puede dudar es que, definitivamente, colocó a la vanguardia a un nuevo actor social que traía sus propias necesidades, ideas e inquietudes: la juventud. La que salió a las calles, “exigió lo imposible” y visibilizó el estado de disconformidad reinante.
LO QUIERO YA... Los hijos de la postguerra se rebelaron. El movimiento hippie se expandía con fuerza (y protestaba por la Guerra de Vietnam), la revolución sexual estaba en marcha y lo peor que se podía hacer con los jóvenes era subestimarlos. Esa voz emergente encontró su epicentro en los sucesos de mayo-junio de 1968. En la prestigiosa Universidad de Nanterre, muy cercana a París, un grupo ya había mantenido un cruce verbal con François Missoffe –ministro de Juventud y Deporte– y, en marzo, varios protestaron abiertamente contra las normativas del establecimiento.
Allí se funda el Movimiento 22 de Marzo, integrado por trotskistas, anarquistas y jóvenes sin filiación política, la nueva generación de una burguesía que se proponía nuevas metas. ¿Cambiar al mundo? ¿Por qué no?
En ese movimiento militaba Daniel Cohn-Bendit, por entonces un muchacho de 23 años, detenido en abril junto a otros compañeros y luego amenazado con la expulsión de la universidad. El 2 de mayo, el decano de Nanterre clausuró la facultad hasta la época de exámenes y habilitó el ingreso de la Policía. Fue la chispa que encendió la pradera.
Al día siguiente, los estudiantes de la Sorbona –un emblema de París– se solidarizaron con sus pares de Nanterre. El rector de la Sorbona también le dio luz verde a la Policía; se produjeron decenas de detenciones y comenzaron los enfrentamientos.
El prolegómeno de lo que se transformaría en una escalada de violentos choques entre la autoridad y los jóvenes. Y que, poco a poco, iría encontrando apoyo en parte de la ciudadanía y, lo que fue más significativo, en un importante sector obrero. Al principio, los medios –e incluso el gobierno del primer ministro, Georges Pompidou, y del legendario general Charles de Gaulle– no se lo tomaron muy en serio. Un error que permitió que, en esa febril primavera parisina, los ojos del mundo se posaran sobre Francia.
El Barrio Latino, el de la eterna bohemia y la iluminación, quedó sitiado. Se sucedieron manifestaciones, que portaban banderas rojas (no así la tricolor francesa), y la burocracia sindical –a priori incrédula– empezó a rascarse la cabeza: ¿cómo actuar ante este fenómeno que, para el 7 y 8 de mayo, ya inquietaba seriamente a las autoridades?
La base de obreros organizados comenzaba a presionar y veía la oportunidad de luchar por conquistas que, en otro contexto, percibía lejanas. El epicentro ocurrió el viernes 10 de mayo, que pasó a la Historia como “la noche de las barricadas”: los estudiantes y los obreros que espontáneamente se sumaron, resistieron fragorosamente la represión policial y las calles de la Ciudad Luz se tornaron un campo de batalla. Los heridos se contaron de a cientos.
El lunes 13 de mayo, ya con la masa obrera como protagonista, se produjo en Francia una huelga general que marcó un punto de inflexión. Cientos de miles de personas desfilaron por toda la ciudad con consignas anti-degaullistas, en una marea humana que no se percibía desde la Liberación tras la Segunda Guerra Mundial.
Aquel conflicto bélico había convertido a De Gaulle en una celebridad internacional: héroe de la Resistencia, llevaba una década como presidente de la república, pero su imagen estaba inexorablemente desgastada.
Mientras, las fábricas –sobre todo las automotrices– fueron ocupadas por los trabajadores, y toda Francia se paralizó. La rebelión, ascendente, replicó una “noche de barricadas” el 24 de mayo, con durísimos enfrentamientos. Y el gobierno, acorralado, debió negociar. El 27 se sellaron algunos acuerdos, que no dejaron conformes a los manifestantes. Y el 29, De Gaulle hasta se reunió con los militares para plantearse la chance de reprimir con sus armas. Al mismo tiempo, otorgó concesiones a algunos gremios y utilizó su innegable astucia política para ir menguando el desastre: disolvió el Parlamento y anunció elecciones legislativas inminentes.
Resultado: para mediados de junio, la revuelta se aquietaría (por la fuerza, claro), la Sorbona y el país recuperarían su ritmo habitual y el 30 de junio De Gaulle se impondría en las elecciones. Sin embargo, el general se iría del poder al año siguiente y en 1970 moriría, a los 79 años.
Medio siglo después, las consignas perduran –“La imaginación al poder”, “Prohibido prohibir”, “Seamos realistas, pidamos lo imposible” y tantas otras–, expresadas en grafitis, carteles y gargantas ardorosas, como un símbolo de aquellas jornadas. Exactamente un año más tarde, todas las miradas confluirían hacia otro punto cardinal: el Cordobazo del ’69 marcaría un antes y un después en la Argentina. Pero ésa es otra historia...
Por Eduardo Bejuk
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