Está en boca de todos que la dinastía Grimaldi es víctima de una maldición. Más precisamente de una que profetiza que para esta familia no habrá matrimonios largos ni felices. Y Carolina Luisa Margarita Grimaldi, la princesa de Mónaco, parece que es quien ha acaparado la mayor parte de ese maleficio. Hoy, a los 48 años (nació exactamente diez meses y cuatro días después de la boda de sus padres), Carolina no sólo llora la muerte de su padre Rainiero III (fallecido el 6 de abril) sino que además se mantiene en triste vigilia por la salud de su tercer marido, Ernst de Hannover, internado en
terapia intensiva por una pancreatitis aguda, una enfermedad que la mayoría de las veces es mortal.
Desde que ocupó su dorada cuna en los aposentos reales, Carolina estuvo en los ojos del mundo. "Desde que tengo memoria recuerdo periodistas y fotógrafos siguiendo mis pasos, y eso no es fácil. Pero heredé
de mi padre su carácter fuerte y decidido, que me ayudó a salir adelante", dijo en una especie de confesión pública cuando cumplió treinta.
Tan hermosa como decidida, sus padres esperaban que se casara bien, y Carlos de Inglaterra era el candidato preferido de Rainiero. Pero al definir al príncipe de Gales, Carolina fue tajante: "Es una de las personas más aburridas que conocí en mi vida". La historia, claro, fue otra.
Cuando terminó el colegio en Londres, la princesa decidió forjar su propio destino y se fue a vivir sola a un departamento de París. Entre las luces de esa mágica ciudad conoció a Phillipe Michel Francois Junot,
17 años mayor que ella. No escuchó consejos ni advertencias: que era un mujeriego y el rey de la noche parisina, y que malgastaba la fortuna de su padre. Y el 27 de junio de 1978, a los 22 años, se casó con Junot. "Un pecado de juventud", la excusaría años después su padre, al solicitar al Vaticano la anulación de aquel frustrado matrimonio. Carolina sólo lo soportó 28 meses.
Todavía joven, con estilo, elegancia y una belleza única, su vida sentimental siguió llenando páginas de revistas. Hubo un intenso romance con Robertino Rosellini (hijo del célebre director de cine italiano), una apasionada relación con el tenista argentino Guillermo Vilas, y tampoco faltaron las fiestas interminables ni los vestidos de Christian Dior (su diseñador fetiche).
Pero el 14 de septiembre de 1982, su madre, Grace Kelly, murió en un accidente (que tuvo su cuota de misterio) mientras manejaba su Rover por una ruta sinuosa de Mónaco. La joven Stephanie también iba en el auto, pero sobrevivió. Carolina maduró de golpe. A partir de ese día asumió el rol de nueva primera dama de Mónaco y de compañera de su padre en las cuestiones protocolares y, al mismo tiempo, también en su soporte y amiga más fiel. Sí, la princesa había madurado.
De todos modos, el amor volvió a cruzarse en su vida. Esta vez cayó bajo la seducción de otro plebeyo, Stefano Andrea Casiraghi, empresario italiano aficionado a las carreras de off-shore, especialidad en la que más de una vez compitió con Daniel Scioli. Se casaron el 29 de diciembre de 1983, sólo por civil, ya que para la Iglesia ella seguía unida a Junot, y tuvieron tres hijos: Andrea, Charlotte y Pierre. Carolina finalmente parecía haber encontrado la felicidad. Sin embargo…
El 3 de octubre de 1990, frente a las costas de Cap Ferrat (muy próximo a Montecarlo), Casiraghi disputó su última carrera. Su lancha Pinot di Pinot dio un vuelco de campana, él salió despedido y se desangró ante la atónita mirada del público que estaba en la orilla. Tenía sólo treinta años. Casiraghi le había prometido a su mujer que dejaría de competir, que ésa sería su última participación. Y sí, fue la última. Carolina quedaba viuda a los 33 años, tras siete de matrimonio.
Lo que vino después fue la mayor depresión de su vida. Se retiró al campo, desapareció del mundo glamoroso y frívolo, y su existencia sólo encontró sentido en sus hijos. La angustia le hizo perder el cabello, cubría su cabeza con pañuelos y hasta dejó de comer. Claro que el amor volvió a ofrecerle una revancha: Ernst August de Hannover, un príncipe (el primero en su corazón), descendiente directo del último rey de Alemania, al que conoció en 1997. Ernst (tres años mayor que ella) era el esposo de una de sus mejores amigas, Chantal Hochuli. Ese detalle no importó, al punto que se casaron el 23 de enero de 1999, meses antes de que Carolina fuese mamá por cuarta vez, al nacer Alexandra.
Aunque la princesa jamás lo confesó públicamente, el pésimo carácter de Ernst y su obsesiva afición por el alcohol le hicieron pasar bochornosos momentos. Hannover defenestró todo su abolengo tanto en la boda de Máxima y Guillermo de Holanda, como en la de Letizia y Felipe de España. De ambas galas se marchó completamente ebrio, para vergüenza de Carolina.
El alcoholismo no es ajeno al presente incierto de Ernst. El lunes 4 de abril, en plena agonía de Rainiero, tuvo que ser internado de urgencia en el hospital Princess Grace de Mónaco por una aguda pancreatitis. Extraoficialmente, la agencia de noticias Reuters informó que el marido de Carolina está en coma profundo e irreversible.
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Por estos días, la primavera se presenta áspera y fría en Mónaco. El principado está de luto. El casino no abrió sus puertas. Las banderas flamean a media asta y los turistas caminan discretos. Mientras tanto, los monegascos lloran a Rainiero. Y rezan por la felicidad de la princesa amada, que está a punto de enviudar por segunda vez.
En su última aparición pública, el martes 5 de abril, Carolina ruega por la endeble salud de su padre y la de su marido. Al día siguiente, se anunciaba la muerte de Rainiero y se agravaba el estado de Ernst de Hannover.
El martes 5, Carolina (en la foto, junto a su bellísima hija Charlotte) se mostró desesperada por la salud de Ernst y la cercana muerte de su padre.