El 27 de octubre de 1970, el médico francés, nacionalizado argentino y recibido en la UBA, obtuvo el codiciado galardón por su descubrimiento de los azucarnucleótidos y su papel en la biosíntesis de los carbohidratos. Recordamos aquel momento histórico reviviendo la cobertura periodística y fotográfica llevada a cabo por GENTE.
–Don Fernando, ¿me puede dar una mano?
–Sí, doctor, ¿qué necesita usted?
–Lo de todas las mañanas.
–Ah..., ya sé, que le ayude a empujar el auto de su hija...
–Sí, no hay caso..., tampoco hoy quiere arrancar.
–Doctor, yo ya se lo dije a usted, hágame caso, cámbiele los platinos.
Eran las nueve menos cuarto del martes 27 de octubre de 1970. El doctor y don Fernando apoyaron las palmas de las manos sobre el auto y empujaron en silencio. El auto tosió dos veces hasta que de pronto arrancó. La hija apenas tuvo tiempo de saludar con la mano.
Don Fernando y el doctor recuperaron el aliento en medio de la calle Newton. Quince minutos después, el doctor subió a su Fiat 600 y también se fue. Como todos los días. Como siempre. El doctor se llama Luis Federico Leloir. A esa hora ya había sido declarado Premio Nobel. Pero ni él ni don Fernando lo sabían. Don Fernando es el encargado del edificio donde vive Leloir. A las dos de la tarde ya sabía que el hombre del tercer piso era Premio Nobel, Fue entonces cuando nos contó lo del auto de la hija y algunas cosas más. Éstas, por ejemplo:
–Hace tres años que conozco al doctor, qué quiere que le diga, es muy sencillito, un amor de persona. Hace tres años que le lavo el auto. Nunca tuve una queja de él, para él todo está bien..., es un hombre de vida muy metódica, todos los días sale a las nueve de la mañana, almuerza en el Instituto, vuelve a tomar el té a eso de las cinco de la tarde. A las seis sale a dar una vuelta y retorna a las ocho. Sale poco, sólo los sábados, con su hija, de 21 años y su mujer...
–¿Tiene perro?
–No, no tiene perro..., qué más quiere que le diga, es la mar de sencillo.
Hasta acá el testimonio del conserje, Fernando Biosca.
Tres horas antes estábamos en el Instituto de Investigaciones Bioquímicas. El Instituto habitualmente es un lugar tranquilo. Pero hoy no. Entre las diez y las once no hay posibilidad alguna de entrevistar al doctor Leloir. El "no" es repetido por distintos rostros que sucesivamente van diciendo: "A las tres y media el doctor atenderá a todo el periodismo. Antes no va a ser posible". Pero a las tres y media se produce el cierre de nuestra revista. Tratamos de encontrarle una rendija al reiterado "no".
A las 11 dialogamos con la señora Silvia Inés S. de Chelala. Es la secretaria privada del flamante Premio Nobel.
–Yo trabajo con él desde hace dos años. Él puede pero jamás se toma las prerrogativas de un director. No tiene oficina, no tiene escritorio, no tiene nada de eso.
–¿Cómo es el doctor Leloir?
–Es muy introvertido, es muy tímido, detesta la publicidad.
–¿Cómo es físicamente?
–Es delgadito, canoso, más bien bajo, usa anteojos sólo para leer...
–¿Cómo es en su trato cotidiano?
–Muy tranquilo, muy controlado, muy humilde y...
–¿Qué quiere decir con esos puntos suspensivos, señora?
–Quiero decir que el doctor Leloir además de ser muy humilde, en el Instituto, estimula la iniciativa propia..., es muy respetuoso del trabajo de los demás.
–¿Cómo es el "otro" Leloir, no el científico?
–Poco puedo decirle... pienso que le gusta el cine y su real diversión es trabajar. Es muy sobrio para vestir, casi siempre usa traje azul o gris y corbatas serias... en fin, nada extraordinario.
Alguien prácticamente arrebata a la secretaria del Premio Nobel. Otra vez volvemos a la carga. Necesitamos verlo ahora. Otra vez un "no" y otro "no" y otro "no". Naturalmente no nos resignamos. Con Rodríguez, el fotógrafo, organizamos una búsqueda. Subimos una escalera de caracol. Enfrentamos un largo pasillo. Entramos en un mundo de probetas y aparatos raros. Hasta que de pronto una voz nos detiene y nos pone una nada simpática mano en el pecho.
El desconocido da sus razones. Nosotros damos las muestras. En resumen, que él tiene razón. Y que nosotros, también. No seguimos adelante pero tampoco retrocedemos. Diez minutos más. Hasta que otro desconocido nos toma del brazo. Pero esta vez es una mano amable. Menos mal. El desconocido nos dice: "Vengan, les mostraré el lugar donde trabaja el doctor Leloir". Entramos a una habitación diez metros más allá. Miramos. Miramos con avidez. El desconocido (un médico que prefirió ocultar su nombre) nos informa:
–¿Ven esa silla reforzada con una soguita en el respaldo? Ésa es la que usa el doctor Leloir. ¿Ven ese cajoncito que está junto a la ventana? Allí se sienta el doctor cuando tiene ganas de pensar.
–¿Le vienen "ganas de pensar" seguido?
–Y sí, a veces... anota cosas en un cuadernito sin detenerse. De pronto se detiene, se mete las manos en los bolsillos y callado se va y se sienta en ese cajón. Allí se queda meditando horas –continuamos la observación. El desconocido nos advierte:
–Fíjese qué notable, el doctor Leloir en vez de probetas para el manipuleo prefiere usar frascos de perfume. Él es así para todo.
–¿Y esas zapatillas también son de él?
-E... je..., ¿cómo las descubrió? Sí, son las zapatillas que se pone todos los días para trabajar.
Una mano severa nos toca el brazo de una manera poco simpática. Nos damos vuelta. Es la misma persona de recién. Nos reta. Discutimos en un tono más bien subidito. Que sáqueme la mano de encima. Que retírese. Que teníamos permiso, Que aquí no hay nada que hacer. En fin, que el señor tiene razón. Y nosotros también, claro. Otra vez en el pasillo. Aguardamos. Hay que verlo al doctor Leloir. De pronto al fondo del pasillo vemos un gran tumulto de gente. Nos arrimamos diez metros más. Un hombre de traje oscuro se abre paso. Nos arriesgamos porque advertimos que es alguien extraño al lugar. Le preguntamos saliéndole al paso:
–¿Quién es usted?
-Me llamo O. Lundborg, soy el embajador de Suecia... he venido a traerle la noticia oficial del premio a Leloir.
–Cuándo tuvieron la confirmación oficial?
–Hace media hora... Acabo de estar con el doctor. Recibió la noticia con toda naturalidad, como un científico que es.
El señor Lundborg se aleja. Ya estamos mucho más cerca. Ahí, a cinco metros, en un círculo de gente, está el galardonado. Fugazmente vamos reconociendo su figura. Camisa blanca. Corbata oscura. Traje azul. Zapatos marrones. Tal como lo había descripto la secretaria. Rodríguez alza su máquina y aprieta el disparador. Algo es algo. Finalmente la puerta se cierra. Alcanzamos a interponer un pie. Insistimos de nuevo. El "no" es inamovible. Insistimos, sin embargo. Y así, de repente, se descuelga el "sí" de la secretaria.
–El doctor los va a atender en la biblioteca –la acompañamos hasta allí.
–¿Qué es lo que siente, doctor Leloir?
–Siento que he perdido algo muy precioso... muy precioso.
–¿A qué se refiere? ¿Qué es lo que ha perdido?
–¿No ve, amigo? He perdido la tranquilidad. Ustedes me van a ahogar con los micrófonos y las preguntas y los flashes... eso para mí es un sufrimiento que ha traído este premio. Así es, toda felicidad trae su sufrimiento.
–¿Cuándo recibió la noticia, doctor?
–Esta mañana, a eso de las nueve y media, hacía un rato que había llegado al Instituto. La noticia vino de Chile.
A esta altura del diálogo el doctor Leloir ya está envuelto por 20 o 30 colegas. De ahora en más el diálogo se hace indistinto.
–¿Usted tenía noticias previas de que le otorgarían el premio?
–Sí, algo se había dicho. Teníamos noticias... digamos secretas.
–¿No puede dar ni siquiera las iniciales de las fuentes?
–No me acuerdo.
–¿Por qué descubrimiento le dieron el premio?
-Entiendo que es un premio... al trabajo de toda la vida y no a mí sino a un equipo de gente silenciosa.
–¿Qué va a hacer con los ochenta mil dólares?
–No lo he pensado.
–¿Piensa donarlo para la investigación, como hizo con otros premios?
–Es probable.
–¿Cuál es el descubrimiento que más le interesa?
–Siempre el último, o mejor dicho, el que todavía no hemos logrado...
–El Estado se preocupa lo suficiente de apoyar a la investigación argentina?
–Se preocupa... algo. Bueno, en realidad no me gustaría que tomaran esto como una queja, estoy agradecido del apoyo que nos han dado, aunque sea necesario más.
Viene la pregunta sobre qué es lo que le gustaría pedir. El doctor Leloir, que ha respondido con voz quebrada, enjugándose la frente permanentemente, recibe el incentivo de varios investigadores jóvenes que lo rodean: "¡Pida! ¡Pi-da, doctor! ¡Pida!". El doctor Leloir pide:
–Bueno, nosotros necesitaríamos un edificio más amplio, en los campos de la Universidad, en Núñez, aquí no hay lugar para trabajar... desgraciadamente no podemos recibir a gente del interior por falta de lugar.
Una voz salta detrás del núcleo de periodistas, recriminatoria: "Ahora le sacan fotos a Leloir... cómo se nota que no es Bonavena". Un periodista se da vuelta violentamente. Y responde con una suavidad imprevista: "Así es". Por otro lado se produce otro diálogo semejante. Sigue el diálogo:
–¿Doctor, qué otras preocupaciones tiene?
–No me queda demasiado tiempo para otras preocupaciones.
–Describa qué es lo que sintió en el momento de recibir la noticia…
–No creía que fuera verdad... pero parece que lo es.
–¿Y si se equivocara, si no fuera esto real...?
–Sería mejor... pero es real... porque ustedes están aquí.
–¿Por qué dice que sería mejor?
–Porque no hubiera perdido eso tan importante que es la tranquilidad... ya ven, hoy día no he podido trabajar, y no creo que haya podido nadie en el Instituto con este alboroto.
Una supuesta llamada "importante" sirve de excusa para sustraer al doctor Leloir del cinturón de periodistas. Una puerta se cierra. El doctor Luis Federico Leloir recupera su amada tranquilidad. En realidad el premio lo ha hecho feliz. Pero la vida, que todo lo gradúa, le ha quitado el irreemplazable placer de jugar con frascos de perfumes y cambiar los zapatos por un par de zapatillas de goma con un agujero en el dedo grande. Así es la cosa.
Por Rodolfo Braceli.
Fotos: Alberto Rodríguez.
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