Alejandra Ciappa trabajaba como médica en Nueva York cuando sucedió el atentado. Dejó lo que estaba haciendo y fue a colaborar al lugar; durante 72 horas atendió a bomberos y voluntarios. “No me siento una heroína, y jamás fue una opción para mí no ir”, recuerda hoy en Buenos Aires.
Es su tesoro: apenas un puñado de piedras que mensaje tranquilizador: estaba bien. No dudó. Pidió permiso guarda en una bolsita. Alguna vez fueron parte de la gigantesca estructura de las Torres Gemelas. Hace dieciocho años, Alejandra Ciappa estuvo allí durante tres días, como voluntaria en un hospital de campaña levantado en la escuela Stuyvesant, en Chelsea Piers, junto al río Hudson, a los pies de la montaña de escombros (hierro, plástico y restos humanos, básicamente) que dejó el atentado. Tandilense, médica recibida en la Universidad de La Plata, especialista en genética y neurobiología psiquiátrica –que estudió en la Universidad de Barcelona– entendió la magnitud del desastre cuando su madre, desde Tandil, le relató la caída de la segunda torre. Ella estaba en ese momento trabajando en el laboratorio de investigación del Proyecto Alzheimer del doctor Ben Tycko, en la Universidad de Columbia. Desesperada, comenzó a llamar por teléfono a su amigo Samy, un broker venezolano que trabajaba en el World Trade Center... Recién al volver a su casa escuchó el mensaje tranquilizador: estaba bien. No dudó. Pidió permiso a su jefe y “voló” las 110 cuadras que la separaban del WTC para ayudar. En el camino compró una cámara fotográfica descartable. Con ella tomó las imágenes que le recuerdan donde estuvo y que hizo aquellos días.
Primero se dirigió a la Cruz Roja. La ubicaron junto a diez médicos y enfermeras, en lo que llamaron Team A. En omnibus llegaron al improvisado hospital. “Había cien camillas, cada una con oxigeno, apa-ratología, ropa, comida, suero, todo lo necesario para atender heridos en una emergencia. Pero fue frustrante. Apenas dos camillas se usaron con sobrevivientes. Nunca llegaron mas. Había gente con vida bajo los escombros. Se metieron microfonos con fibra optica y se escuchaban los quejidos... pero no las pudieron rescatar”, memora hoy en su casa porteña de Puerto Madero. De todos modos, hubo mucha gente que atender. “Venían paramedicos, voluntarios y bomberos con problemas respiratorios y traumatismos. Recuerdo especialmente a uno, un puertorriqueño que me decía: ‘¡Ay lo que he visto! ¡Dios querido, no me voy a olvidar nunca!’. Era un obrero de la construcción, un voluntario que no estaba preparado. Me contó que sacaba un escombro y aparecía una pierna, y luego un escombro y una cabeza, y después un cuerpo partido en tres. Ese pobre hombre vio dema- siado. Y agradezco a Dios no haberlo visto yo. Porque fui a ayudar a gente con vida”.
Esa noche volvió a su departamento, en la calle 77 de Upper West Side. Al día siguiente pidió permiso en su trabajo y regresó a su puesto en el hospital. La enviaron a evacuar gente a los edificios vecinos, porque existía el riesgo de más derrumbes. “Fui a una torre de 40 pisos. No tenía agua, ni luz, ni funcionaban los ascenso- res. Además, la mayoría eran viejitos y no querían bajar. Los policías se pusieron nerviosos, Entonces les empecé a hablar y me hicieron caso. No me olvido más esas caras de pánico. Tengo todo presente, hasta algunos detalles mínimos, como los olores. El primero que recuerdo es el olor a combustible quemado, que estaba por todas partes. Y cada vez que se encendía un fuego en algún sector, emanaba otro. Por ejemplo a asbesto, que es tóxico. Flotaba un polvillo como de arena de hierro. Nos teníamos que echar agua permanentemente pero no lavarnos, porque si nos fregábamos nos quemaba la piel”.
En un momento sintió que no podía más: “Fue el jueves 12; hubo una tormenta y comencé a caminar. Tenía gafas, barbijo. Se levantó viento y todo se hizo oscuro y había remolinos de cenizas. Sentí miedo. Una médica me hizo ver que ya estaba bien con lo que había hecho. Creo que ahí empecé a entender dónde había estado”. Pasó la noche en una camilla y con la salida del sol, a pie y bajo la lluvia, hizo las 70 cuadras que la separaban de su departamento.
Hoy Alejandra vive en Argentina. Trabaja en el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro, en el laboratorio PRICAI y en INE- CO, donde hace prevención del Alzheimer.
Mientras juega con las piedras, dice: “Yo no me siento una heroína. Hice lo que debía como médica. Para mí, jamás fue una opción no ir. Ese día cambió la his- toria del mundo, y también la mía. Ahí conocí el terror, su significado verdadero. Vi la maldad extrema, pero también la solidaridad”. En el museo del Ground Zero, que recuerda la tragedia, a sus víctimas y sus héroes, un ex novio neoyorquino escribió el nombre de Alejandra y una frase: “Argentina was here”. En tres palabras dejó todo dicho.
Fotos: Archivo Atlántida y álbum personal A.C.