Nació en París el 5 de febrero de 1878, pero bien pudo haber venido del futuro. Si algo distinguía a André-Gustave Citroën era esa pulsión indomable por ir más allá de los límites establecidos. No bastaba con vender autos; había que inventar una manera distinta de fabricarlos, pensarlos, comunicarlos y, sobre todo, hacerlos deseables para la mayoría. En una Francia aún sacudida por la guerra y los prejuicios sociales, él diseñaba fábricas con guarderías y autos con alma. Pero su historia empieza mucho antes, cuando todavía ni siquiera se llamaba Citroën.

Para entender la audacia de André hay que empezar por lo insólito: su apellido. Su bisabuelo, un vendedor de frutas en los Países Bajos llamado Roelof, fue bautizado por mandato de Napoleón Bonaparte como Limoenmann, es decir, “el hombre limón”. Años más tarde, su abuelo Barend quiso casarse con la hija de un refinado orfebre, pero con ese apellido frutal no había chances. Así fue como Limoenmann se transformó en Citroen, “limón” en holandés, pero con una sonoridad más chic. Ya instalado en París, el padre de André le agregaría los dos puntitos en la “e” -la famosa diéresis- para darle un aire francés. Nació así el apellido Citroën tal como lo conocemos hoy, con sabor a cítrico y revolución.
André fue el menor de cinco hermanos criados en un hogar judío con aspiraciones burguesas, aunque lejos de la ostentación. La familia había hecho fortuna con piedras preciosas, pero a él lo atrapaba otra clase de brillo: el del acero cortando el aire. Ingresó a la prestigiosa École Polytechnique y se graduó como ingeniero a los 22 años, obsesionado con la mecánica de precisión y las visitas a fábricas que le abrían un mundo invisible a los ojos comunes.
La pieza que cambiaría su vida llegó en forma de una simple idea: un engranaje bihelicoidal en forma de espina de pescado, que perfeccionó y patentó con apenas 27 años. No solo fue un hito industrial; también fue el germen del famoso logo de los Deux Chevrons, los dos chevrones que aún hoy identifican a Citroën. A veces el destino se esconde en los dientes de un engranaje.

Su primera gran experiencia automotriz fue como gerente de Mors, una automotriz francesa en caída libre. Allí no solo reorganizó los procesos industriales, sino que multiplicó por diez las ventas en seis años. Fue su primer ensayo general antes de lanzarse al escenario principal: fundar su propia fábrica de autos, pensada desde cero como una obra de ingeniería social, industrial y cultural.
Corría 1919 cuando Citroën compró unos terrenos en el Quai de Javel, en el corazón de París. No eran solo ladrillos y acero; eran la base de un nuevo modelo de empresa que soñaba con democratizar el auto, como Henry Ford en Estados Unidos pero con alma francesa.
El primer hijo de esta utopía mecánica fue el Type A 10 HP. Compacto, ágil y con dirección a la izquierda -toda una rareza para la época-, marcó el comienzo de la producción en serie en Europa. Venía con faros, rueda de auxilio y componentes eléctricos de fábrica. No era solo un auto; era una declaración de principios: todo el mundo tenía derecho a manejar uno.
Pero Citroën no se detenía en la línea de montaje. Fue pionero en ofrecer postventa, repuestos, autos en alquiler, garantía y venta a crédito. En otras palabras, inventó el concepto de experiencia de cliente mucho antes de que el marketing la convirtiera en eslogan.

Mientras Europa apenas digería la idea del sufragio femenino, Citroën abría sus puertas a las mujeres obreras. Les dio comedores, guarderías, seguridad social. En 1927, fue el primer empleador de Francia en pagar un decimotercer sueldo. No lo hacía por filantropía sino por visión: entendía que el bienestar del trabajador era parte del motor que movía sus autos. En esa lógica, cada persona importaba tanto como una tuerca bien ajustada.
Pero si André se adelantó a su tiempo en la producción y la gestión, fue en la comunicación donde directamente lo voló por los aires. Literalmente. En 1922, un avión escribió su nombre sobre los cielos de París. Y entre 1925 y 1935, el letrero más grande del mundo decía simplemente “Citroën”, encendido en la mismísima Torre Eiffel con 250.000 bombillas. Lo vieron Charles Lindbergh y millones más. Era un faro de modernidad, visible hasta a 40 kilómetros de distancia.
No contento con eso, fabricó juguetes Citroën que replicaban sus autos reales -el Citroennette era un auto a pedal con matrícula- y organizó expediciones heroicas por el Sahara y África negra. Las llamaba Croisières y eran tanto hazañas técnicas como campañas publicitarias épicas. Cada aventura reforzaba la idea de que Citroën era sinónimo de futuro, exploración y audacia.

André murió joven, a los 57 años, después de haber vivido con la intensidad de un acelerador a fondo. La Gran Depresión lo arrinconó financieramente, y aunque su empresa fue rescatada por Michelin, su impronta quedó indeleble. Fue más que un industrial. Fue un narrador de historias sobre ruedas, un poeta del engranaje, un Napoleón de la mecánica que en lugar de conquistar tierras, conquistó corazones y mercados.
Hasta hoy, cada Citroën que se ve en la calle lleva algo de su genio. En sus líneas curvas, en sus suspensiones suaves como nubes, en su espíritu de provocación elegante. Como si cada uno llevara una pizca del cielo de París donde su nombre brilló alguna vez. Porque algunos hombres fabrican autos. Pero otros, como André-Gustave Citroën, fabrican el futuro.