En un tiempo donde los hombres se forjaban a golpe de polvo y sangre, Thomas Edward Lawrence -militar, espía, arqueólogo y poeta de la guerra- se convirtió en más que un hombre: se volvió en un mito. Fue el forastero que unificó tribus, dinamitó vías del tren y conquistó Damasco junto a sus hermanos de arena durante la Primera Guerra Mundial. Hollywood se encargó de inmortalizarlo, pero la película dejó fuera una de las pasiones más intensas del verdadero Lawrence de Arabia: su motocicleta Brough Superior SS100.

La Brough Superior no era una simple moto. Era, sin exagerar ni un ápice, "el Rolls Royce de las motos". Creada a mano a principios de la década de 1920 en Nottingham por George Brough, era una bestia única, tallada a medida para cada loco que se atreviera a conducirla.
Cada manillar, cada estribo, cada ángulo era hecho a medida. El corazón de esta criatura: un motor bicilíndrico en V de 998 cc, 45 caballos de potencia, una caja de cambios de tres velocidades y una promesa implícita de gloria y peligro a 165 km/h.
La Brough Superior SS100 no era para los tímidos. Era un órgano de desafío mecánico: no tenía suspensión trasera (solo un asiento con muelles, como para recordarte cada imperfección del mundo), y adelante llevaba una horquilla copiada de las Harley-Davidson, dura como un buen reto de la abuela.

El teniente coronel británico no tenía una. Tenía varias. Manejó tres Brough Superior SS80 antes de que una flamante SS100 se cruzara en su camino. ¿Fanático? No. Era un devoto. Cada kilómetro que devoraba en su moto era una plegaria a la velocidad, a la libertad, al óxido y la carne desafiando al viento.
Lawrence, que había cabalgado tormentas de arena y liderado revueltas imposibles, encontró en su Brough algo que ningún palacio ni ningún gobierno podría darle: un éxtasis brutal, puro, animal.
La aceleraba hasta que el paisaje se rompiera en líneas horizontales. Esa velocidad lo ayudaba a olvidar, por unos minutos, todas las traiciones, las políticas, los tratados incumplidos que lo habían amargado en sus épocas en el frente de batalla. La utilizó incluso durante su etapa como miembro de la Real Fuerza Aérea a la que su unió después de la guerra buscando más historias que contar.
Y como todo buen héroe que se precie, su final estuvo marcado por su gran amor mecánico. El 19 de mayo de 1935, poco después de retirarse de la milicia, en una carretera de Wareham, Reino Unido, Lawrence esquivó bruscamente a dos chicos que cruzaban en bicicleta.

La maniobra fue demasiado, incluso para él. Salió despedido de su SS1000 como un ángel caído, se golpeó brutalmente la cabeza. No llevaba casco. Seis días de agónica resistencia, y luego, la oscuridad. Tenía solo 46 años.
Irónicamente, su muerte cambió al mundo de maneras que él nunca vería: el neurocirujano que lo trató, Hunterian Hugh Cairns, conmovido por la muerte del gran Lawrence de Arabia inició estudios sobre la protección craneal que desembocarían en el uso obligatorio del casco entre los motociclistas. Incluso en su última cabalgata, Thomas Edward Lawrence terminó salvando vidas.
Hoy, cuando se menciona a Lawrence de Arabia, no debería evocarse solo la imagen del guerrero con turbante, las espadas desenvainadas y los paisajes infinitos de dunas. También debería recordarse el rugido salvaje de la SS100, el asfalto mojado bajo las ruedas, y ese corazón que latió a 165 km/h con la furia de quien eligió vivir -y morir- acelerando hacia el horizonte. Porque algunas leyendas no se apagan. Solo cambian de montura.