No solo fue un virtuoso de las seis cuerdas, sino un amante apasionado de la velocidad. Tanto que cuando podía dejaba a Pappo y a su guitarra a un lado para convertirse en Norberto Aníbal Napolitano, el piloto. Sí, porque la vida de El Carpo se tejida entre acordes y el rugir de los motores en partes iguales.
Betito, como cariñosamente le decían en su familia, nació un 10 de marzo de 1950. Comenzó a tocar la guitarra de muy chico y aunque se inició en el folclore, en su adolescencia se inclinó por el rock, un género que tomó fuerza en la Argentina en la década del ’60. Su primer grupo fue a los 16 con Los Buitres.
Su metamorfosis en un ícono musical fue tan natural como la fusión de un acorde perfecto. Su guitarra resonó en las mejores bandas de la época: Los Abuelos de la Nada, Engranaje, Los Gatos, La Pesada del Rock and Roll... Y tuvo su punto máximo con Riff y Pappo’s Blues, además de haber tocado junto a BB King.
El asfalto seducía a Pappo tanto como las cuerdas de su guitarra. De adolescente era quien ponía el auto para salir el sábado a la noche, claro que sin el permiso del padre. También era quien hacía maniobras imposibles en las calles mojadas del barrio de Flores.
Ya de grande, en el corazón de La Paternal, construyó su templo de pasiones: un taller y una sala de ensayo. Allí, entre guitarras y manchas de aceite en el piso, reposaban sus joyas más preciadas: su micro de giras, sus amadas Chevy y su Harley-Davidson, que él mismo modificó para dejarla a su gusto. Es que no dudaba en reparar sus máquinas, aunque siempre con mucho cuidado para no lastimarse sus virtuosas manos.
La fama que le dio la música le permitió a Pappo llevar más lejos su pasión por la velocidad. Cada vez que su agenda se lo permitía se calzaba el buzo y el casco y se iba a correr a algún autódromo, incluso varias veces llegaba sin dormir después de haber tocado toda la noche. Compitió en el TC Bonaerense, el Club Argentino de Pilotos, GTA, el Supercart y el TC Pista.
Cuando se iba a correr, Pappo siempre tenía que escuchar el sermón de su madre, que se repetía una y otra vez. “No andes ligero, Norberto”. Claro que él le contestaba que sino andaba rápido, le ganaban todos. Entonces venía el retruque que siempre le sacaba una sonrisa: “Bueno, hacé todas las vueltas, pero despacito...”.
“Hay una raza en este mundo que son los músicos fierreros y yo soy uno de ellos… Si yo fuera almacenero mis canciones hablarían de salames, de mortadela, de queso… Pero no, como me gusta el automovilismo mis canciones hablan de autos… de fierros, guitarras y mujeres bonitas”, solía decir.
Jamás ganó una carrera, aunque se dio el gusto de subir a un podio al terminar tercero en una competencia de GTA en La Pampa el 19 de marzo de 2000. “La adrenalina es bárbara, cuando corrés todo lo demás se olvida… Nunca fui a correr para ganar ni para perder. Lo mío era para dar vueltas porque me gusta andar rápido en un lugar donde todos los demás andan rápido”, admitió alguna vez.
¿Pero cómo era Pappo como piloto? La respuesta la ofrece su amigo de la infancia Rubén Bulla, corredor arrecifeño ya retirado: “Era muy prolijo. Creo que si le hubiese dedicado más tiempo, algo que no podía hacer por sus ocupaciones con la música, hubiese sido un muy buen corredor”.
El mismo Bulla confiesa que uno de los pendientes que tenía su amigo era crear una canción imitando el ruido de los motores con su guitarra. Jamás se sabrá si lo consiguió, aunque existe un registro que combina sus dos pasiones: la música y el automovilismo.
Conocido como “Blues del Autódromo” fue la banda de sonido de una campaña de Coca-Cola en los ’90. En ese jingle, Pappo le cuenta a una chica cómo se vive un domingo al mediodía en un autódromo. La frase “con los autos en la pista, la escena queda lista”, sirve para imaginar esa situación que tanta adrenalina le genera a los fanáticos: la largada. Y con su particular voz, le promete a su acompañante, la “reina de mil corazones a 10.000 revoluciones”, que ese instante no lo olvidará jamás...
Por esas cosas del destino, cuando Pappo tuvo la posibilidad de hacer televisión, la hizo a través de un personaje que también amaba los autos: Enrique Angelozzi, el mecánico amigo de Carola Casini (Canal 13/1997). En aquella tira protagonizada por Araceli González, quien hacía de una piloto, conoció a Juan Palomino, el otro protagonista de la ficción.
Cuando la serie terminó el vínculo entre Pappo y Palomino continuó y en mucho tuvo que ver la pasión que ambos sentían por los fierros y, en especial, por el automovilismo.
El entusiasmo los llevó a competir juntos y así fue que el 28 de febrero de 1998, en el autódromo de La Plata, los dos se encontraron dentro del habitáculo de una Chevy de Supercart. Largaron 14° y llegaron en un digno 10° puesto. “Yo estaba tan feliz que comencé a llorar. Norberto me vio, me bajó la visera del casco y me dijo, ‘vos llorá tranquilo que yo atiendo a los periodistas’. Fue una experiencia muy emotiva”, recuerda Palomino.
La idea de los amigos era disputar varias carreras, pero la experiencia duró lo que un suspiro por falta de apoyo económico. “Si tengo que definir la relación que tenía Norberto con la velocidad diría que era como el hermano mayor de Meteoro… Un hombre apasionado por el aroma del las carreras, apasionado por el viento que produce la velocidad, por el sonido de la caja de cambios que se asemejaba al riff de una guitarra”, reflexiona Juan sobre el padrino de Aaron, su hijo.
“Seguramente si hubiese corrido más seguido, habría tenido la posibilidad de ser un gran piloto. Pero como gran músico que era se permitía estos espacios de experimentación donde el cuerpo y el alma se traducían en su otra pasión: el automovilismo”.
Un 25 de febrero de 2005, el eterno amante de la velocidad y el brillante guitarrista partió para siempre en un giro inesperado del destino. Su Harley-Davidson, su fiel compañera de carretera, fue testigo de su último viaje. Un accidente de tránsito en las cercanías de Luján truncó la sinfonía de su vida, dejando un vacío imposible de llenar.
Pero Pappo no murió, simplemente se transformó en una melodía atemporal, en un riff que resuena en la memoria colectiva, recordándonos que los verdaderos artistas nunca mueren, solo cambian de frecuencia.
Material: Archivo Grupo Atlántida
Búsqueda de archivo: Mónica Banyik