Perspicaz, no duda en parodiar qué se comentará sobre sus dichos o su mentada “soberbia” cuando lean esta nota. Hará hincapié durante toda la charla sobre la “indigencia cultural” y la falta de compresión que reina en un momento social en el que la falta de interés por el conocimiento y dejarse llevar por fake news marca el pulso de tensiones, retuits vomitados y falta de pensamiento crítico.
Beatriz Sarlo (81), una de las intelectuales más influyentes del país, detiene su agenda y la escritura de un libro para dialogar por más de cuarenta minutos sobre desigualdad social, el rol de la educación, la violencia en redes y la política en una era en la que “querer entender” parece estar cada vez más devaluado.
“Argentina va a tener que remar para que las nuevas generaciones reciban educación”, pone sobre la mesa la destacada escritora, periodista, ensayista y crítica literaria, que hace una pausa con Revista GENTE entre tanto bombardeo noticioso y el scroll inopinado en las redes que parece tenernos cautivos.
–Habías dicho que se venía un país “mediocre, injusto y desigual”. Al analizar el escenario actual, ¿cómo creés que estamos viviendo los argentinos?
–Es una pregunta difícil. Habría que partir de pensar cuáles fueron las ilusiones que tuvieron generaciones anteriores. Mi generación, por ejemplo, fue la última que tuvo ilusiones de grandeza. No de grandeza, pero sí de que este país iba a ser de los importantes. Esas ilusiones creo que ya no tienen ningún sustento. La Argentina es un país que va a tener que remar para que los pobres puedan comer, para que las industrias subsistan, y que sean más o menos exitosas en exportaciones de lo que producen. Y sobre todo, va a tener que remar para que las nuevas generaciones reciban educación.
En ese sentido, la Argentina hasta hace 50 años era un país optimista en cuanto a la educación y la eficacia de esa educación en los chicos y en los adolescentes. Si vos tomás algunos indicadores, ¿cuánta gente hija de inmigrantes se recibió en la Universidad de Buenos Aires? Mi familia es un ejemplo. Lo ví con dos de mis tíos, una calabresa y un gallego. El gallego era lo que se dice vulgarmente un “gallego bruto”. Es decir, cuando los hijos le traían los boletines de calificaciones los miraba y decía: “Echalos al puchero”. Típica frase.
La piamontesa era analfabeta: sus tres hijos varones le enseñaban a leer y se recibieron de abogados. Y las cinco hijas mujeres fueron maestras; cuatro de ellas directoras de escuelas y muy prestigiadas. En 30 años es un ascenso vertiginoso. Era otro país. Por otra parte, si yo comparo los viajes a Europa que hicieron esas mujeres, hay algunas cosas interesantes. Cuando volvían de Europa, no venían con pulóveres, camperas y carteras. Traían unas cajitas llenas de postales con las reproducciones de lo que habían visto en los museos, algo que me educó visualmente en mi infancia. Es decir, el nivel de educación y de aspiraciones culturales en el ascenso era muy alto.
El show de la política y la dificultad de informar en época de fake news
–Muy distinto al panorama que se vive hoy.
–Es el panorama del consumo. La Argentina pensaba que, por su abundancia económica en ese momento, podía gestionar bien el consumo. Afortunadamente, por entonces, los pobres consumían, cosa que uno no podría decir con la misma seguridad hoy. Y las políticas económicas tienen que tratar de mejorar la vida de aquellos que más sufren llevando esa vida.
–Has escrito mucho acerca de la televisión y lo mediático, y estaba pensando que este gobierno triunfó en una era en la que reinan las redes sociales, en la que las fake news toman un protagonismo increíble. ¿Qué se hace? Porque informar hoy se hace mucho más complejo.
–Sí, es muy complejo y también uno podría decir que es indispensable. Si la gente sabe distinguir en aquellos materiales que los diarios y la televisión, sobre todo, le proporcionan, es fundamental. Uno diría, es probable que hace 50 o 60 años la cosa fuera más sencilla. La gente confiaba en los diarios que leía y tenía algunas razones para confiar en ellos. Aunque también estaban los diarios de noticias catástrofes, claro. Y eran razones de las ventas.
–¿Creés que hasta las noticias políticas parece que se nos son dadas como un show?
–Bueno, la democratización de la política hace que hablemos todos de política. Lo cual está muy bien. Todos tenemos ese derecho y la democracia tiene esa necesidad. Pero al mismo tiempo lo que uno podría decir es que los elementos con los cuales todos hablamos de política son medio indigentes. Cuando uno ve a una gran actriz vestida como si fuera a un espectáculo de la Filarmónica de Londres y después abre la boca, uno dice "no está a la altura", "su vestimenta no está a la altura de su locución". Pero bueno, quizás siempre ya se dio así y eso uno lo ve en el presente. Si tu fuente de información es lo que dicen las grandes y las pequeñas estrellas en la televisión, si esa es tu fuente de información y no leés diarios, la situación es más grave. La nota tiene un control que empieza en la redacción del diario. No un control ideológico, sino un control de la certidumbre con la cual está escrita.
–¿Cómo ves el periodismo hoy como consumidora?
–Como consumidora es un poco difícil de caracterizarme. A mi casa llegan tres diarios todos los días. Leo en papel porque estoy convencida que el papel no te distrae. Te crea una especie de lealtad con la frase, por lo menos hasta terminarla.
–Es otro compromiso.
–Exactamente. Vos podés no terminar la nota, pero la frase es difícil que la dejes inconclusa, salvo que sea muy difícil. Y yo creo que basar la información que cada uno maneja solamente sobre lo que se ve en las redes y en la televisión es complicado. Lo es en el sentido de que no se puede estar del todo bien informado de esa manera.
–Y el paradigma nos pone a prueba el compromiso de informar, cualquier rechequeo hoy parecería poco.
–La causal de esto no son los periodistas. Son los directores y responsables de los medios. En general, los periodistas preferirían ser los portadores de la pequeña o la gran noticia pero que tenga un grado de verdad. Hay que culpar a la búsqueda de lectores que hacen los grandes medios.
–También las métricas y el rendimiento de las notas van modelando un poco los contenidos que le llegan a la gente, ¿o no?
–Eso es cierto. Ahora yo me pregunto, ¿qué hubiera pasado a fines del siglo XIX y comienzos del XX si los directores de los diarios se hubieran manejado con las mismas leyes de hoy? Es decir, por ejemplo, que los directores de La Nación se hubieran manejado con esas leyes.
Y si vos pensás en diarios muy populares de la segunda década del siglo XX, como el diario Crítica, de todas maneras tenían información, además de la información de los crímenes, etcétera, que abundaban, tenían información que podía ser chequeable. Nadie piensa hoy en el chequeo de la información de los lectores, ya no pensamos en eso. Aparte leen y ya está: “Me lo dijo el medio".
–Ni idea si puede ser verdad, ¿no? No pensamos en eso, no tenemos ese entrenamiento.
–Porque además hay que ver ese entrenamiento dónde se aprende, si se aprende en la escuela. Y entonces hay que ver si la escuela tiene la posibilidad de enseñarle a sus alumnos y alumnas a distinguir entre los mensajes. Porque ahí también empieza el empobrecimiento cultural. Si yo la información la voy a buscar en las redes sociales y voy a TikTok, a lo que me dicen, mi amplitud de criterio va a ser... TikTok en el cerebro.
–Antes se decía que los chicos eran criados con las tablets, ahora crecen al son de las tendencias de TikTok.
–Pensar que hubo chicos criados con las tablas de multiplicar. Además, en las tres primeras décadas del siglo XX hubo una mayoría de chicos que venían de sectores muy populares, muy pobres, que era la primera vez que se enfrentaban con la lectura paciente y cuidadosa de algunos textos. Dale un texto difícil hoy a una piba que está en la primaria, digamos, que tiene una especie de distancia. Piensa: “¿Vale la pena esta porquería que me cuesta leer?”.
–Las subjetividades están modeladas por el tiempo de atención al que nos acostumbraron las redes.
–Claro. Y eso no pasa en los colegios de elite. Las elites culturales, económicas y políticas todavía mantienen ciertos colegios en que no permiten que eso pase porque dicen “tengo que crear dirigentes y no ovejas”. Pero claro, en las colegios de elite tenés que ser muy millonario para ir, tenés que tener un signo de pertenencia de elite. ¿Qué pasaría con un chico o chica traído de un barrio, que tiran en un colegio de elite. ¿Qué creés que sucedería?
–¿Qué pasaría?
–Yo tengo la experiencia. A los 9 años me sacaron de una primaria estatal y me mandaron a un colegio bilingüe. Y la experiencia del primer año no fue que me costara aprender la lengua: fue que me costara aprender las normas en las cuales se regían mis propios compañeros de ese colegio bilingüe. Entonces, recuerdo un día en una casa a la que me habían invitado a tomar el té, en la calle Posadas, que nos sentamos alrededor de la mesa con la gobernanta y los chicos de esa familia se rieron de mí todo el tiempo. Porque mis modales, mis discursos y mis frases no eran las adecuadas. Es difícil soportar los primeros golpes con un ascenso. Y si la educación no está preparada para eso, ni prepara para eso, porque prepara democráticamente, cosa que está bien, ahí se ven las cosas.
El paradigma actual del progreso social y el destino de la educación
–¿Cómo fue en tu época progresar viniendo de abajo?
–Tuve la suerte de que mi mamá, a quien le voy a hacer un homenaje contando esto, iba a empeñar el cintillo de brillantes cada trimestre en que había que pagar la cuota del colegio. Porque ella venía de una familia que había ascendido por ser maestras, entonces decía: “Con esta chica que es insoportable, habla todo el tiempo y es discutidora, vamos a hacer algo”.
–¿Tan terrible eras?
–Sí, era como dice la gente que soy hoy en día, una “porquería” de persona.
–¿Quién dice eso?
–Bueno, los diarios, por ejemplo.
–Bueno, ya sé, pero no siempre hay que creerles a los diarios.
–Eso es cierto. No sé si sería insoportable, pero bueno. Recuerdo una escena para ver cómo funcionan las diferencias de clase. En ese colegio que no correspondía a mi nivel social, pero donde hacían un esfuerzo para mandarme porque era bilingüe, etcétera, yo me hice muy amiga de una compañera que tenía un apellido aristocrático pesado. Y comencé a frecuentar su casa. Ahí se dio la escena de los hermanos que se reían de mí.
Los chicos se ríen de cualquier cosa. Pero en un cumpleaños de esa compañera se rifaba un juguete muy importante y después venían los premios consuelo. Y en el momento en que me tocó un premio consuelo, pegué un salto de alegría y la madre de ella se rió de mí. Ahí me di cuenta de que mi salto de alegría no se había adecuado al valor y tamaño del pequeño premio que me había tocado. Fue un golpe, y dije: “Tengo que aprender, tengo que aprender”.
–¿A “autodomesticarte”?
–A autodomesticarme o convertirme en lo que la gente dice de mí muchas veces, que soy soberbia. Es decir, que exijo de los demás.
–¿Y vos qué creés de vos misma?
–Yo creo que soy una persona que se exigió mucho a sí misma y que así no sucumbió. De las que piensan que otros pueden no sucumbir y, que si no sucumben, pueden lograr un ascenso en la escala educativa y profesional.
–Y tenés la prueba de que tu mamá creía en eso. ¿Qué creés que pasa hoy con el ascenso social?
–Hoy es más caótico porque se tiene un camino económico complicadísimo. Lo tendría que responder un economista.
–También se hace mucho hincapié en seguir carreras que rindan y en invertir dinero como una solución. ¿Considerás que el discurso empeñado en que nos tengan pensando todo el tiempo en dinero puede ser deshumanizante?
–Los sectores populares siempre ambicionaron de algún modo el ascenso social, excepto aquellos que estaban influidos por los grandes partidos políticos con tendencias, llamémosle social demócratas, en la Argentina no hay, pero pongámosle social demócratas. Excepto esos, siempre los sectores populares pensaron en el ascenso como un camino a recorrer.
Es decir, no es que pasen cosas diferentes, lo que pasa es que tengo la impresión de que no se acentúan del mismo modo que se acentuaban cuando yo tenía 20 años. En ese momento, si yo tenía un compañero en la universidad que lo único que quería era ascender económicamente, lo despreciábamos. “Ah, este no quiere ser griego, es medio bestia. ¿por qué no se va a estudiar otra carrera?”. Esa era nuestra perspectiva, que era elitista desde el punto de vista cultural, aunque no viniéramos de ahí.
En esa Universidad de Buenos Aires que yo conocí, que era extraordinaria en ese momento, al igual que en la Facultad de Filosofía y Letras, entraban personas de sectores culturalmente diferentes. Recuerdo a uno de mis compañeros que era hijo de un pastor protestante. Fuimos a la casa y era muy pobre, y no por eso lo tratábamos diferente. Ese compañero mío después hizo una carrera importante en la iglesia protestante en la que estaba, algo que es muy complicado de lograr.
–Y de esos compañeros, ¿tuviste relación con alguno de ellos en el tiempo?
–En el tiempo, todos los que siguieron el camino mío, de las humanidades. Pero te puedo decir que en mi familia hubo gente que siguió otros caminos. Una prima arquitecta, la hija de la piamontesa analfabeta, fue arquitecta de la Universidad de Buenos Aires. Otra prima fue una licenciada en química que llegó a trabajar en Estados Unidos.
–Hoy el destino de la educación pareciera ser más complicado. ¿Cómo lo ves vos?
–Yo creo que hay gente de ese nivel tan bajo, como venía una parte de mi familia, porque la otra parte no, la otra parte era una familia pobre pero pretenciosa de la provincia de Buenos Aires, que hoy tendría serias dificultades para seguir el camino que siguieron mis primas. Además no se les hubiera ocurrido seguir arquitectura. No sabemos cómo se les ocurrió. Era un momento donde la gente tenía fantasías culturales altas.
Arquitectura hoy en día es una carrera elitista. Si vos te fijás los nombres de los arquitectos argentinos, vas a ver apellidos compuestos. Yo a mi prima le seguí toda la carrera. Me llevaba diez años, y yo con 8, me paraba al lado de su tablero, que quedaba en el altillo de su casa, para ver cómo trabajaba. Y lo hacía con la fuerza, la voluntad y el ímpetu de alguien que dice: “Si se me ocurrió arquitectura, va a ser arquitectura”.
–Claro, y para vos fue un ejemplo verla así como de alguna manera...
–Fue una demostración de que podíamos. De que se podía. En general no busco ejemplos, pero busco demostraciones sociales de lo posible. No sé si en esa época me gustaba razonar en términos sociales, pero creo que sí. Mi casa durante toda mi infancia, sobre la calle Holmberg y Sucre, fue un proyecto que mi madre, en un gesto de grandeza que no sé quién podía tener en ese momento, le encargó a un arquitecto que luego tuvo mucho éxito. Y mi casa, que era moderna, salió en una revista de arquitectura, que por supuesto enmarcaron.
Del financiamiento de la cultura a su interés por versar sobre la desigualdad social
–¿Cómo analizás la perspectiva del gobierno sobre el financiamiento de la cultura, del que tanto se está discutiendo hoy?
–Instituciones como el INCAA surgieron en una época alrededor de la presidencia de Frondizi, de cierta abundancia presupuestaria argentina, y que copiaron con toda razón del mundo, algunas instituciones del extranjero. Y hay que luchar por ellas, por supuesto. Me parecen muy bien las movilizaciones y yo voy a ir, pero sin los presupuestos es imposible. “Mientras no come el primo segundo del chico, ¿cómo le voy a financiar la carrera de arquitectura?”, dicen. La política debe romperse la cabeza para poder financiarla.
–La discusión instalada para todo es “si a todos les falta un plato de comida”…
–No a todos les falta. A los millonarios, no, y a las capas medias tampoco. Todavía hay un sector de las capas medias altas que no tienen problemas con la comida. Pero la cuestión es cómo se reparte. Es decir, si no hay plata para financiar el pasaje por la universidad de alguien que viene muy de abajo, estamos encaminándonos a ser un país latinoamericano (gesto despectivo), como decía antes una Argentina desde una cierta de superioridad.
–¿Y cuál sería el objetivo hoy?
–Bueno, haber seguido el camino que siguieron Chile y Uruguay, que lentamente consolidaron educaciones, universidades y cierto tipo de igualdad.
–¿Qué temas hoy te tienen a vos interesada a la hora de escribir?
–¿Qué temas me tienen interesada?. La desigualdad. Me tiene interesada una pregunta. La pregunta es: ¿por qué la Argentina se tornó un país crecientemente desigual? Porque hace 30 o 40 años, no es que éramos tontos optimistas, si se miraban indicadores, era posible que Argentina, pese al crecimiento poblacional y la llegada de las inmigraciones, disminuyera su desigualdad. ¿Por qué quebró la escuela primaria? Porque se transformó en desigual aquello que el Estado puede repartir entre sus habitantes.
–¿Y estás volcando esto en un libro?
–Sí, estoy terminando, creo, un libro que, por ahora, tiene el título de “No endender”. Porque parte de que no entender es el momento fundamental del comienzo de algún tipo de conocimiento o de examen de lo que existe. Si entendiste todo… Se levantó la señora, fue hasta la carnicería, vio que la carne había aumentado y dijo “la culpa es de” y lanzó un nombre. Ahí no entendió, ni le interesa. Ojo, que quede claro, tiene todo el derecho de no recorrer el camino complicado y trabajoso de la compresión de lo social, lo mismo que de la comprensión de lo estético.
Y en el camino de la compresión está la adquisición de cada vez más instrumentos para comprender las cosas, algo que uno aprendió desde la escuela primaria. El primero es el de lectura, por supuesto. También la escuela se volvió más democrática, qué van a hacer las pobre maestras que quizas interpreten mal una pedagogía basada en la intuición del niño. Hay un famoso ejemplo que da Ana María Kauman en uno de sus libros, en el que se le dice a Pablito que escriba su nombre. “Ay, qué lindo, Pablito, ¿no se te ocurre otra manera?”.
Y entonces lo hace varias veces más. Entonces, la conclusión que saca una lectora como yo es que, si para escribir su nombre, Pablito tiene que pasarse un año haciendo garabatos, tiene que ser millonario. Tiene que tener el tiempo que tiene el hijo de un millonario. La escuela argentina, en sus momentos de oro, tuvo la convicción de que para aprender a escribir, leer y progresar en ese camino, había que ser millonario. Había que tener más tiempo que los hijos de Anchorena. Lo que se ha borrado hoy es la relación entre los instrumentos que permiten comprender y la comprensión.
Sarlo, contra las redes
–Recién me hablabas acerca de cómo se refieren a vos en los medios o en las redes. ¿Te interesa lo que se dice o no leés nada?
–Si estoy en internet y paso por una red social, veo y miro cuál es la indigencia de razonamiento, y cuando hay violencia e insultos, paso por alto. Tampoco nunca estuve pendiente de esa opinión. Me importaba antes de las redes sociales. Me importaba la opinión de aquellos que me importaba tener una opinión. Si en una red social dicen “pero Sarlo es una orgullosa analfabeta que se cree que es premio Nobel”, yo digo, “mirá vos, goodbye”.
–¿Tenés redes sociales o ninguna?
–Ninguna. Nada de nada.
–¿Y no te llegan comentarios?
–A veces me llegan. Pero lo que yo digo es, mi oficio es escribir, no escribir para las redes sociales. Es escribir para un público que tenga interés en un cierto diálogo con la cultura que se ha creado desde fines del siglo XVIII hasta hoy, para decirlo así. Si digo así, en una red social van a decir: “De qué está hablando. Está borracha”. Siempre se dijo que era borracha.
–El nivel de violencia en las redes es apabullante.
–Sí. Puede haber momentos de violencia que estén acompañados de cierta complejidad. Es decir, la violencia no tiene que ser siempre sencilla. Al menos que digan: “Mirá lo que escribió Sarlo. Dice esto y esto. Se nota que está borracha”. Por lo menos, de última alguien leyó y prestó atención a lo que escribí. Ahora después de que salga este reportaje van a decir: “Sarlo reconoció que es borracha” (Risas).
Fotos: Diego García
Retoque digital de apertura: Gustavo Ramírez