Por Nicolás Gallardo, referente de Jóvenes por el Clima
El agua es un recurso natural esencial para la vida. Además de permitir la supervivencia de los ecosistemas y su biodiversidad, el agua resulta fundamental para el desarrollo humano: nos provee de alimentos, energía y servicios básicos de sanidad e higiene. Es, en definitiva, un derecho humano de primer orden que debería encontrarse garantizado para todo el mundo.
Sin embargo, este derecho básico encuentra una serie de obstáculos que impiden tornarlo efectivo. En primer lugar, se trata de un bien escaso. Aunque el agua representa más de un 70% de la superficie terrestre, sólo un 3,5% representa agua dulce, que es aquella que podemos transformar en agua potable y apta para el consumo humano.
1 de cada 3 personas en el mundo no tiene acceso a agua potable.
Y más de la mitad de la población carece de servicios de saneamiento adecuados y seguros.
La Argentina, por supuesto, no es la excepción. En nuestro país, la desigualdad es territorial. Provincias como Mendoza, que está asentada sobre un desierto, llevan años de crisis hídrica continuada. Por otro lado, provincias cuyo modelo productivo descansa en la explotación minera, llevan décadas de lucha popular contra el extractivismo. El mejor ejemplo es lo que se está viviendo hoy en Chubut: un Gobierno que avanza con una modificación legislativa para permitir la megaminería a cielo abierto, que inyecta grandes cantidades de contaminantes en el agua, a espaldas de un pueblo que se moviliza en su rechazo, y de una comunidad científica que se pronunció en contra de la iniciativa parlamentaria. La obtención del agua, así como su uso y acceso, es una lucha constante en estas provincias.
No obstante, los problemas no terminan acá. Un segundo obstáculo es la incapacidad de la economía para incorporar el valor del ambiente y sus servicios ecosistémicos en la ecuación. En efecto, recursos como el agua resultan indispensables para la prosecución de diversos procesos y actividades antrópicas. Sin embargo, el hecho de que estos recursos sean finitos nos obliga a analizar en que cantidad se van a utilizar, y para qué. Esto, con el objetivo de mantener un stock constante que permita que las generaciones futuras continúen gozando de dichos recursos naturales.
Y es precisamente aquí donde países como la Argentina continúan siendo incapaces de visualizar dónde está el futuro del desarrollo económico sostenible.
Aunque en los últimos años nuestro país avanzó en la protección del ambiente a través de la construcción de uno de los más completos y acabados marcos jurídicos de América Latina, seguimos siendo incapaces de desanclar el desarrollo económico de la explotación de los recursos naturales.
A modo de resumen, el agua ha sido declarada, salvo excepciones, como un bien de dominio público (Art. 235 del Código Civil y Comercial de la Nación). A la par, tenemos leyes de presupuestos mínimos que imponen un piso mínimo de protección obligatorio para todo el país. Estas son la Ley de Gestión Ambiental del Agua y la Ley de Glaciares, que buscan proteger y hacer un uso racional de este recurso tan preciado. Incluso, se prevé la coordinación interjurisdiccional para aunar esfuerzos en aquellos cursos de agua que atraviesan más de una provincia. Tal es el caso de la ACUMAR en la Cuenca Matanza-Riachuelo.
Sin embargo, el Art. 124 de la Constitución Nacional indica que corresponde a las provincias el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio. De esta manera, aunque el agua es un bien de dominio público, corresponde a las provincias determinar de que manera se hace uso de la misma.
Llegamos así al tercer y último factor: las prioridades en el uso del agua frente al cambio climático. El aumento de temperatura global ocasionado por el incremento de emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera está acelerando la escasez de agua: habrá mayores sequías y derretimiento de los glaciares (reservorios de agua dulce).
Hoy el mundo utiliza aproximadamente un 70% del agua para la agricultura, y un 22% para usos industriales, destinando apenas un 8% para uso doméstico (agua potable y saneamiento).
Ante este escenario, las provincias deben replantearse el modelo productivo actual. El futuro del desarrollo, y como consecuencia, la mejora de la calidad de vida, no se encuentra en el extractivismo minero y la ampliación de la frontera agropecuaria. Por el contrario, el futuro se encuentra en la búsqueda por transformar la matriz productiva y energética, de manera tal que nos permita hacer frente a los desafíos que se avecinan.
Para ello se necesitará inversión y desarrollo tecnológico para transicionar a un modelo más justo e igualitario. Pero por sobre todas las cosas, se necesitará la democratización del derecho de acceso de recursos naturales como el agua.
Así las cosas, el problema del agua es la gestión del agua. Pero no son todas malas noticias: el financiamiento y desarrollo continuo de políticas públicas, que trascienden los cambios de gobierno y los vaivenes políticos, traen resultados palpables.
En 2001, un 78,5% de los argentinos tenía acceso a agua potable. En 2018, ese número aumentó a un 88,6%. A su vez, sólo un 42,5% de la población del país tenía acceso a red cloacal. En 2018, dicho número ascendió a 62,5%.
Sin embargo, estos números ocultan una desigualdad territorial que debe ser atendida. Ya no hay más lugar para excusas, el tiempo de actuar es ahora.