Felicitas Meilán, coordinadora de Cuerdas Azules, habla de la importancia de ir al encuentro de niños y jóvenes hospitalizados. Muchos de ellos atraviesan largos tratamientos oncológicos, padecen dolencias crónicas, sufrieron accidentes o fueron abandonados.
Felicitas Meilan (24) estudió medicina en la UBA. Tiene por delante el Internado Anual Rotatorio y la especialización, “seguro hago pediatría”, dice con la certeza de que el camino es por ahí. Habla tranquila y tiene una sonrisa aun cuando le toca compartir episodios amargos y los ojos se le llenan de lágrimas. En esos momentos, hace una pausa y mira de reojo su brazalete de Cuerdas Azules. Recuerda haber tenido desde muy chica la inquietud de hacer algo por los demás, “pero mi mamá tenía miedo de que me metiera en lugares peligrosos”, cuenta. Y por eso le pareció un buen plan cuando apareció la oportunidad de visitar niños en el Hospital Ricardo Gutiérrez con la Hermana Carolina. “Ella me enseñó, con su ejemplo, todo: cómo entrar a un cuarto, cómo abrazar a una mamá, cómo asistir desde el silencio, cómo acompañar desde la oración”, recuerda.
Ese capítulo en su vida se convirtió en prefacio de algo más grande. Unos meses más tarde se cruzó con Adrián Santarelli, un sacerdote que tiene carisma sanador y por ello está en contacto con enfermos. “Él me habló de un proyecto que tenía, llamado Cuerdas Azules en el que un joven se ata a otro joven que está enfermo y lo acompaña. Me dijo que la idea era que fuera interreligioso y eso me encantó. Él fue muy vivo y me habló de esto como si ya existiera. Le sugerí armar sede en Belgrano y recién cuando fui a su parroquia me di cuenta de que Cuerdas no existía todavía”, dice riéndose de su ingenuidad, pero reconociendo que la estrategia sirvió para algo.
“Me pasó algunos teléfonos y el único que respondió que sí fue Nacho Benegas, a quien el Padre Adrián también le había compartido la idea. Le conté que yo ya estaba haciendo algo en el hospital de niños”, comenta. Pasaron cinco años desde ese momento en el que comenzaron a darle forma a esta utopía. Hoy hay más de 100 voluntarios que visitan a niños y jóvenes en hospitales, en sus casas y también en hogares.
-¿De dónde surge el nombre?
-Cuerdas es por un cortometraje de Pedro Solís García y azules tiene dos explicaciones: por un lado, los cascos azules por la paz, y por otro, hace referencia al manto de la Virgen. En cuanto lo escuché, supe que era de la Gospa, como llamo a la Virgen de Medjugorje. Cada vez que hablaba del proyecto sabía que era algo mucho más grande que nosotros y por eso se iba a hacer realidad. Para mí fueron años de mucho crecimiento.
-¿En qué sentido?
-Aprendí a llorar y aprendí a abrazar. Sufrí un montón la primera vez que murió una chica a la que acompañaba. Un pedacito de mi se fue con ella. Pero a la vez esa partecita se llenó de amor. Y eso es lo que me impulsa a seguir yendo al encuentro de esos niños y jóvenes. Cande fue otro caso especial: la habían abandonado en el hospital. Tenía 19 años cuando la conocí y como estaba sola -tenía 5 o 6 años- iba todos los días a verla. Pasado un tiempo la trasladaron a un hogar y me mandó un video que decía: ‘Feli te quiero mucho, más que mucho’. Dos años más tarde me enteré de que se había muerto mientras yo estaba en Medjugorje, desde entonces Cande es como una luz que me guía.
-Hay que ser fuerte para superar esos momentos...
-Sí. Pero aprendemos un montón de los chicos a los que acompañamos. Sobre todo, a ser alegres en el dolor. Es algo muy profundo. Muchos de ellos son chicos que saben que están por morir y llegás y tienen una sonrisa envidiable. Te interpela esa sonrisa: ¿cómo puede ser que me esté quejando? De ellos aprendés a disfrutar la vida y no perder el tiempo.
-¿A quiénes asisten?
-Acompañamos a todo joven que lo necesita y son muchos más que los que vemos en hogares y hospitales. De pronto, llevás cuerdas a tu vida porque descubrís que hay muchísimos jóvenes que necesitan ser acompañados. Veo mucha falta de amor en la juventud. Muchos corazoncitos para sanar. Y los voluntarios de Cuerdas Azules son jóvenes sensibles, que ven el dolor en el otro y sienten la necesidad de ayudar. Personas se comprometen en tiempo de tormenta y en momentos rutinarios, que tienen la capacidad de generar vínculos, de generar cuerdas.
Para mí es una bendición poder estar en ese lugar donde nadie quiere estar. No soy superhéroe sino que hay detrás un poder más grande.
Felicitas Meilán
-En un momento donde la consigna es “soltar”, ustedes eligen un nombre que tiene que ver con atar…
-Personalmente, me cuesta ver la felicidad sin esfuerzo, sin compromiso con el otro. Creo que el soltar está bueno si hablamos de un amor desprendido, que hace libre. Pero cuando uno se ata a otro y lo acompaña se genera un vínculo muy fuerte de alma a alma. Vamos tejiendo esas cuerdas que trascienden lo material. Cuando un niño te entrega lo más profundo que tiene que es su propio dolor y te abre todas las capas de su corazón, en ese encuentro no hay barreras. Ahí se produce el milagro del encuentro, que me llena de felicidad. ¡Viviría atándome a todos los niños! Me gustaría dar ese mensaje a los jóvenes: que se animen a atarse, a querer. Que es un camino que no es color de rosas, es un camino en el que uno sufre.
-¿Por qué lo hacés?
-El amor es lo que da sentido a la tarea. Cada voluntario le pone a esa fuerza la palabra que quiere. En mí esa fuerza surge de la oración. Se han muerto niños a los que acompañé y hoy visito a varios en estado crítico pero lo sigo haciendo con alegría. Aprendí a tener un “amor desprendido”.
-¿En qué consiste?
-Cada vez que salgo de visitar a un chico, levanto la mirada y le digo a Dios: te lo entrego. Para mí es una bendición poder estar en ese lugar donde nadie quiere estar. No soy superhéroe sino que hay detrás un poder más grande. También creo que cuando llevás algo que es más fuerte que vos y te trasciende es mucho más grande. Creo que el amor humano es limitado y con Dios se vuelve ilimitado.