La historia de Gaby Plaza está atravesada por la delincuencia y el abandono. En Casa Libertad lo recibieron cuando salió del penal. Allí trabajó para abandonar el consumo de sustancias y comenzó a figurar un plan para su vida. Hoy acompaña a presos con problemas de adicción y confiesa que sueña con ser enfermero.
Casa Libertad es un dispositivo creado para recibir, acompañar e incluir el tejido social a personas de la Familia Grande Hogar de Cristo que salen en libertad y no tienen un contexto favorable para reinsertarse y desarrollarse. Este es un hogar donde se recibe la vida como viene: se celebra, se sufre, se festeja y, sobre todo, se comparte en familia.
Gaby Plaza (32) vive en Monte Grande. Tres días a la semana visita penales: lunes y miércoles va a los que dependen de la Provincia de Buenos Aires y los jueves al de Ezeiza, que es federal. Los martes y los viernes va a Casa Libertad, donde tienen momentos para compartir en comunidad. Está cursando el secundario en el CENS 84. Si todo sale bien, en dos años podrá empezar la carrera de Enfermería y, con el título, colaborar con el Hogar de Cristo desde otro lugar.
"Me fueron a ver, me abrazaron y me dieron un mate".
Gaby Plaza
Mi tarea hoy es ir a los penales, visitar a los chicos, mostrarles que hay una oportunidad”, dice Gaby. Hace casi un año y medio salió de la cárcel por última vez. “La mayoría de los chicos a los que visito me conocen: de la calle, de la cárcel, de la mala vida que venía llevando. Cuando llego a un penal los presos me preguntan en qué pabellón estoy y eso es algo que siempre les remarco: ‘En ninguno. Yo vengo a visitarte con el Hogar de Cristo’”, agrega entre mate y mate con una sonrisa.
Se distrae con los ruidos que vienen de afuera del salón donde se realiza la entrevista. El espacio es tan austero como el resto de la casa, a pocas cuadras del Parque Avellaneda. Delante del edificio hay un pequeño jardín y al lado, un garaje devenido oficina que es escala casi obligada para quienes llegan a Casa Libertad.
Allí está el despacho que comparten Liliana Conde y Hugo Fernández, su marido. Ambos son abogados y hoy están dedicados full time a coordinar el dispositivo. “Llegan seres muy heridos por la vida y por todo. El rol de Casa Libertad es abrazar. Por eso AUPA, que es Acompañantes de Usuarios de Paco, y al mismo tiempo remite a tener a alguien a upa”, explica Hugo.
La referencia contextualiza: Casa Libertad es uno de los dispositivos de la Cooperativa AUPA que, a su vez, integra la Federación Familia Grande Hogar de Cristo que preside el padre Pepe Di Paola y agrupa a más de 150 Centros Barriales creados para dar una respuesta integral a situaciones de vulnerabilidad social o consumos problemáticos de sustancias. Todo empezó hace 11 años, cuando los curas villeros salían al encuentro de personas en situación de consumo.
Gaby recuerda bien aquella época. “Yo andaba muy mal con el tema del paco. Llegué a estar tirado al lado de un volquete. Era una situación muy mala: en esos lugares viven las ratas. Ahí estuve viviendo más o menos cinco años. Y el Hogar de Cristo siempre me acompañó”, asegura. “Me fueron a ver, me abrazaron y me dieron un mate. A veces uno está solo y no hace falta internarte en una clínica psiquiátrica o una granja. Lo probamos conmigo. Saber que te acompaña una familia de verdad como el hogar fue lo que a mí me salvó, y eso es lo que quiero mostrar hoy cuando voy a un penal”, cuenta, combinando memorias oscuras con un presente más esperanzador.
"El rol de Casa Libertad es abrazar. Por eso AUPA, que es Acompañantes de Usuarios de Paco, y al mismo tiempo remite a tener a alguien a upa”
Hugo Fernández
Deja al descubierto la estrategia de Casa Libertad: brindar amor. “Creemos que ése es el mejor método para ayudar”, sostiene Hugo. “Una familia que está pese a que te mandes un montón de macanas. Armamos un camino en función de las capacidades que tiene cada uno, que muchas veces son muy buenas para acompañar a los que sufren”. Ésta es una tarea esencial: por un lado, porque muchos de los que pasaron por situaciones de consumo y encierro pueden cumplirla bien, y por otro porque es una ocupación que les restituye su identidad a estas personas y las dignifica. “Cuando vuelven de acompañar a alguien están transformados”, enfatiza Liliana.
Gaby entró y salió tantas veces de penales federales y bonaerenses que le cuesta contarlas. Pero dice que esta vez fue la última. Tiene un hijo de 3 años, Juan Cruz, y eso lo motiva. “Quiero que se sienta orgulloso porque corté con esta cadena que nosotros veníamos arrastrando. Porque a mí nadie me obligó a robar. Es que me crié entre la delincuencia. Veía a mi tío, a mi hermano, a mi padre que robaban. Siempre había problemas con la Policía o tiroteos. ¿Cómo voy a crecer yo? Mi mamá me mandaba a la escuela y todo, pero fue más lo que me crié mirando eso y queriendo eso que otra cosa. Eso les pasa a muchos chicos en la villa”, relata y confiesa que quiere terminar la secundaria para estudiar Enfermería y colaborar desde ese lugar con el Hogar de Cristo.
Pasó su infancia en Barracas. Vivía en la Villa 21 y le iba bien en el colegio. Hasta que lo dejó, a los 12. Un par de años más tarde, en 2002, cayó preso por primera vez tras intentar robar un auto en Lanús. “Yo creo que si a los pibes les mostrás que hay una oportunidad fuera de la villa, se les abre un poco más la mente. Cuando a mí me lo mostraron tenía mucho consumo de paco encima. Siempre digo: ‘Ojalá hubiera conocido el Hogar de Cristo antes’. Acá uno se da cuenta de que nunca lo recibieron con un abrazo o le preguntaron cómo estaba. Hablo de esto como si fuera… no sé... mi segunda familia, porque la verdad es que me devolvió todas las ganas de vivir, me devolvió la esperanza”.
–¿Cómo conociste el Hogar de Cristo?
–Recuerdo que en 2008, cuando recién empezaba, Gustavo Barreiro pasaba a buscarnos. Iba a las ranchadas, a los volquetes donde estábamos, nos subía a todos al taxi de él y nos llevaba al Hurtado, que es la casa madre del Hogar de Cristo. Ahí nos tenían hasta la tarde: comíamos, nos hacían participar en talleres y después, como no podían tenernos más tiempo, nos mandaban a cada uno a su casa. La mayoría iba a consumir de vuelta. Pero así nos daban el mensaje de que la villa, la droga, el robo, no es todo. Que se puede estar mejor. Nos sacaban un rato de la villa todos los días. A mucha gente le ayudó un montón.
–¿Cómo seguiste vos?
–Ufff... Con idas y vueltas. Muchas caídas en cana. Salidas. Consumo. Caía muy fácil en la droga. Ellos me acompañaban, pero no tenían tanto sostén como ahora, como lo que hay en Casa Libertad.
–¿Cuando supiste de la existencia de Casa Libertad?
–Me enteré cuando estuve en Sierra Chica. Vino el hermanito (N. de la R.: así llaman a Gustavo Barreiro) y me contó que habían abierto un dispositivo para los chicos que salían. Él creía que era para mí. Y fue así. Acá te contienen en todo sentido. Si estás bien, compartís tu alegría; si estás mal, compartís tu tristeza. Ellos no tienen la solución a la vida de nosotros: lo que sí pueden hacer es acompañarnos... cuando nosotros nos dejamos.
"Es lo que nosotros tenemos que transmitir: el amor, contarles a las personas que no están más solas".
–¿Qué hizo que te dejaras acompañar?
–Perdí todo... Y me encontré con Dios también. Conocí el pabellón de Iglesia. Eso me puso fuerte. La última vez me fui en libertad de Saavedra, de la Unidad 19. Tuve que ir hasta el pueblo, Pigüé, y tomarme otro colectivo. Todo solito... Pero sabía que me esperaban.
–¿Cómo fue tu llegada?
–Me abrazaron todos y me dijeron: “Ésta es la última”. Respondí que sí. Me fueron guiando de a poco. Acá también me alentaron para ir a la escuela. Terminé la primaria. Ahora estoy haciendo la secundaria. Apenas salí me puse a vender helados. Tiré currículums y no me llamaron de ningún lado. Después trabajé en la editorial Santa María. Uno de los dueños ayuda mucho al Hogar de Cristo y es muy hincha de Racing, como yo. Lo conocí en un asado. Me acerqué y le dije: “Yo no quiero robar más. Quiero que me des una mano para trabajar en tu editorial”. Él respondió: “En la semana te llamo”. Y me llamó.
–¿Seguís trabajando ahí?
–No. Ahora estoy a full acá. Voy a visitar a chicos en los penales y también estoy en el grupo misionero. Me toca salir a las provincias y llevar el mensaje.
–¿Es un grupo misionero del Hogar de Cristo?
–Sí. Cuando están por abrir un hogar en una provincia mandan a un par de misioneros para que den una mano y transmitan un poco cómo se trabaja. Porque acá no hay un papel que dice “se hace esto, lo otro o aquello”. No. Acá se recibe la vida como viene (N. de la R.: la expresión, pronunciada por el entonces cardenal Bergoglio -actual Papa Francisco- en la misa de Jueves Santo de 2008, con la que se fundó el Hogar de Cristo, es un lema en los centros barriales). Eso me ayudó a mí. No es que me preguntaron “¿hace cuánto consumiste, cuántas veces estuviste preso, cuántos años tenés?”. No. Acá te reciben y, si te dejás acompañar, te dan una oportunidad. Es lo que nosotros tenemos que transmitir: el amor, contarles a las personas que no están más solas.
–¿A qué lugares fuiste?
–Me tocó ir a Misiones, a Río Gallegos, a Salto (en la provincia de Buenos Aires)... Hay mucha gente muy desamparada. Yo fui a contarles que el Hogar de Cristo es de Dios, y cuando algo es de Dios no lo para nadie.