Creció en la villa y no le gustaba nada el barrio, hasta que se dio cuenta de que podía hacer algo por los demás. Ahí cambió su realidad. Hoy recorre calles y pasillos llevando alimentos, remedios y elementos de higiene a quienes más lo necesitan.
El mismo virus que -por la cuarentena- tiene al mundo paralizado, activó la solidaridad en muchas de personas. Ir al encuentro del otro, manteniendo la distancia social pero con la mirada puesta en sus necesidades parece ser algo natural para Luna Rodríguez (19). Ella vive en el Barrio 31 -en Retiro-, sueña con estudiar antropología y aunque extraña las salidas de la Noche de la Caridad, sabe que es necesario hacer cuarentena y cuidarse para que el SAR-CoV2 deje de circular.
Conoce las calles y los pasillos del derecho y del revés. Sabe del peligro de perderse, pero también del potencial de las personas y eso la mueve a hacer algo por los demás. En vez de quedarse en su casa durante la cuarentena sale repartir alimentos y remedios a los adultos mayores.
“Luna nos ayuda a repartir mercadería a los abuelos del barrio, se acercan también a algunos que dieron positivo con el COVID y tienen que estar aislados”, dice el Padre Agustín López Solari, quien vive en la Parroquia Cristo Obrero del Barrio 31. Ella recibe el elogio con cierta timidez.
“Normalmente hasta las 16 (estudio con mis sobrinas de 16:00 a 20:00 hs)”, adelanta mientras tratamos de coordinar un horario para la nota. Así, sin buscarlo, da una pista de la responsabilidad con la que asume su tarea y de su generosidad para ayudar a los demás: dos cualidades que vuelven destacarse en varias oportunidades al verla dialogar con los vecinos y durante la charla.
Esta es la cuarta vez, desde que se decretó el aislamiento social, preventivo y obligatorio, que sale a caminar calles y pasillos. La primera fue golpeando cada puerta para hacer un censo.
“Hicimos un primer relevamiento: pasamos casa por casa y anotamos a todas las personas mayores de 65 años que nos atendieron. Ahora hay gente que nos reclama, pero en su momento no estaban o no nos atendían. Las siguientes salidas fueron para entregar mercadería”, cuenta tras haber repartido unas 20 cajas de alimentos e insumos de higiene y con otras tantas aun cargadas en la camioneta que consiguieron para agilizar la tarea.
Luna integra un comité que se formó para asistir a personas del barrio. “Nos enseñaron qué medidas de precaución tomar y cuánta lavandina usar para sanitizar, entre otras cosas”, comenta. Lleva barbijo, máscara de PVC y una botellita con alcohol en el bolsillo más accesible de su mochila. “Trato de cuidarme lo máximo posible porque sé que si me enfermo puedo contagiar a alguien más”, señala.
Derecho y revés de la vida en el barrio: "Nadie eligió ser pobre"
La inquietud de hacer algo por el otro es algo natural para Luna. “En el barrio ves constantemente situaciones difíciles. Siempre fui consciente de que tengo un techo y hay otros que la pasan mal. Entonces cuando tuve la oportunidad, empecé a ayudar”, recuerda haciendo referencia a un hecho que la hizo cambiar su mirada respecto al barrio.
“Creo que la mayoría de las personas ven la parte mala: chorros, vagos, gente que no quiere pagar la luz o el agua… Esa es la imagen que tenemos como barrio”, dice Luna Rodríguez mientras reparte alimentos junto a Elian (19) y Leticia (24). Enseguida agrega: “Pero acá hay gente trabajadora y empática. Puede haber vagos, igual que en cualquier barrio. Son situaciones diversas: nadie eligió ser pobre, es lo que le tocó vivir y con esas cartas juega en la vida”.
“En un momento muy difícil de mi vida me invitaron a un retiro. Estaba atravesando una situación muy mala, había perdido familiares y pensé que sería bueno desconectar por tres días. Ahí conocí la Noche de la Caridad, el grupo Scout y un montón de personas super lindas y empáticas. Esa es la clase de personas que a mí me gusta”, exclama y sigue: “No me gustaba vivir en el barrio y cuando conocí todo esto pensé: ‘el barrio no es malo, es sólo que yo no conocía a la gente correcta’”.
Cambia de tono en el medio del relato. “Me di cuenta de que podía servir, podía hacer deporte, podía ayudar a los niños. En la capilla tratamos de crear un espacio sano, donde los chicos tengan confianza para plantear sus problemas. Muchas veces no tienen padres que los escuchen. A fin de año fuimos de campamento a Córdoba e insistimos mucho en el respeto de la sexualidad, del cuidado de su cuerpo, del respeto al otro y a ellos mismos”, cuenta con voz firme.
El valor del servicio en medio de la pandemia de COVID-19
“Una nena del grupo dio positivo y todos el grupo se está organizando para acompañarla de alguna manera mientras está aislada con su mamá en un hotel”, comenta dando a entender la importancia y fortaleza de los vínculos que se construyen.
La pregunta evidente, mientras el número de casos positivos sigue subiendo en el barrio es, ¿por qué te exponés? Y su respuesta es, una vez más, “Siento que tengo que hacerlo. En mi casa tengo un plato de comida si puedo llevarlo a alguien más, eso me completa”. Detrás de esa declaración hay una historia.
“Tengo una mamá, Mabel, que es una genia y siempre me supo traer de nuevo al camino. Es super atenta, muy amorosa conmigo y siempre me dio a libertad de expresarme y tener mis propias ideas. Es una gran trabajadora. Ella llegó acá por trabajo: es donde pudo conseguir un lugar para vivir cuando llegó con tres hijos y sin nada. ¡Hasta trabajó de cartonera muchos años para darnos de comer!”, dice con admiración
Hace una pausa y cuenta su historia. “Mi mamá se fue de su casa a los 14 años y vivió en la calle. Alguien le dio para que se compre un sandwich y pueda comer. Yo puedo hacer eso por alguien”. No espera recibir nada a cambio.
“Quizás doy algo a alguien, esa persona ayuda a otra más y se forma una cadena. Quiero que no se pierda esa bondad. Estamos tan acostumbrados a ver gente en la calle que seguimos de largo sin mirar. Estaria bueno cambiar eso”, reflexiona y remata: “Yo no puedo cambiar el mundo pero… un poquito yo, un poquito vos y se hace la diferencia”.
Fotos y video: Fabián Uset.