El pasado 27 de abril –en estricta cuarentena por Covid-19– la actriz experimentó “la pérdida más lacerante” de su vida en un contexto histórico que nos aleja de los abrazos.
No hay tormento que se alce contra su habilidad para capitalizar la vida. Y es por eso que atravesó “el dolor más lacerante” que significó la partida de su padre, entendiendo el camino previo como “el tablero de un ajedrez divino”. Esta vez –y aun en proceso de elaboración– aprendió que “el tiempo es ahora”. Conoció una fuerza inédita, arrolladora, más que la propia. Sanó parte de su historia a través del perdón. E inspirada en la “lucha preciosa de papá” se prometió ser mejor madre. Ésta es María Florencia Peña (45), cruda y visceral. Compartiendo su camino, una vez más.
Julio era analista de sistemas y programador, “pionero de una profesión futurista para su generación”. Tenía setenta y cinco años y una jubilación de décadas en la ANSeS. Una casa en Tanti, “imaginada en cada uno de sus viajes a Córdoba”. El amor de Norma. Y una fascinación por vivir “que cualquier plan le quedaba chico”.
Promediaba el verano de 2018 cuando Julio regresó de sus vacaciones en las playas mexicanas, que visitaba todos los años. Si celebró así sus bodas de zafiro –por entonces 45 años de casados– es sólo una anécdota. Después de todo, él y Norma “habían fijado ahí su lugar en el mundo”, cuenta Florencia. “Papá ya no se sentía tan bien. Luego de unos estudios, sus médicos cordobeses le dijeron que debían operarlo. Pero no entendió muy bien. Yo estaba imposibilitada de viajar, por mi trabajo (Los vecinos de arriba yShowMatch), pero mi hermana (Belén) me tenía al tanto: ‘Tranquila, Flor. Van a quitarle un tumorcito del páncreas, y a hacerle quimio por las dudas’”, recuerda. Días después, en medio de una reunión en la que definían Cabaret –que más tarde se convertiría en el conocido fenómeno teatral–, Peña recibió una llama da que la impulsó a dejar todo: “Abrieron a papá. El cáncer es tan agresivo que ya comprometió los órganos más cercanos”.
Fue el inicio de “un gran viaje para las tres”, describe Flor. “Llegué a la clínica y lo vi ahí, espléndido, bronceado, canchero, siempre coqueto. Me comentó: ‘No sé qué pasa, si me operan o no me operan’... No sabía que los médicos ya nos habían advertido que la esperanza de vida era de tres meses. Esa noche, mi hermana y yo volvimos a ser dos nenas. Lloramos desconsoladas. Dije: ‘Soy la mayor, voy a tomar las riendas. Me los llevo a Buenos Aires. Los viejos se vienen a mi casa’. Tuvimos una charla familiar y les dijimos que seríamos parte del proceso. Que después de doce años viviendo lejos (el tiempo que el matrimonio estuvo instalado en Córdoba), nece- sitábamos compartir ese momento de la vida. Debimos contarle a mamá toda la verdad en privado, y sólo así la convencimos”. Y entonces se acomodaron en la casa de Flor en Palermo, “independientes y encaprichados en no pedir ayuda”, puntualiza. “Papá era de formalidades antiguas: ‘Si les pasa algo yo me hago cargo.. Y si me pasa algo a mí, también’.
"El primer tiempo creíamos que se moría todos los días. Los dolores se agudizaban. Fueron meses terribles. Conseguimos un médico que se convirtió en su ángel. Que se ocupó de darle calidad de vida. Fue un milagro. De repente empezó a sentirse mejor. La casa de Tanti se vendió instantáneamente, y pudieron comprarse una en un barrio cerrado de Pilar, por lo que estar en Buenos Aires ya no sería una preocupación”, cuenta Flor.“El indicador tumoral había bajado, como si te dijese de nueve mil a noventa y tres. Mi viejo se había parado sobre sí mismo, con la determinación de vivir. Le hizo frente a una enfermedad que todo el tiem-po lo mantuvo al borde de la muerte. ¡Y le ganó dos años! Ése fue papá... (se quiebra). Hoy creo que si peleó tanto fue por nosotras, como intuyendo que ninguna estaba prepa- rada para que se fuera. Supo que no era su hora. ¡Lo vi le- vantarse con tanta fuerza...! No lo conocía de esa manera. Entendimos que era un regalo decidimos disfrutarlo”