“Ya sabés, Leíto: vos tecleá con el corazón, que la música sale sola.”
Son las 15:34 de un día límpido de febrero de 2024 a 3.550 metros sobre el nivel del mar, el sol empieza a dejarse eclipsar por las montañas, y aunque los peregrinos que llegaron temprano desde distintas partes del mundo para rendir sus homenajes y acercar sus plegarias ya partieron y no se escucha absolutamente nada, yo –sentado con los pies colgados de cara al glaciar que cobija una de las historias más inspiradoras que recuerde la humanidad– escucho a Alfredo Serra.
Pero, ¿quién es Alfredo Serra, por qué se me aparece?
Recapitulemos: Serra fue uno de los grandes periodistas de GENTE y el primero del planeta, junto al fotógrafo Eduardo Frías, en llegar –luego de la tragedia, o el milagro, o ambos– al preciso lugar en el que nos encontramos ahora pensando en cuál sería la mejor manera de revivir aquella cobertura inédita para la época: una travesía de 33 kilómetros a caballo y a pie, junto con dos arrieros y a temperaturas de –20 grados centígrados bajo cero, al sitio donde el viernes 13 de octubre de 1972 había caído un avión con 45 uruguayos, 16 de los cuales, desaparecidos y dados por muertos durante 72 días, lograron sobrevivir.
¿Y por qué escucho a Alfredo Serra, si ya no está, si su “tecleo” dejó de hacer “música” cuando falleció, temprano –demasiado temprano, con 81 años–, el 22 de octubre de 2020?
Porque Alfredo fue uno de mis grandes maestros/consejeros periodísticos y luego amigo, y en segundo término, porque en pleno revival y florecimiento de la hazaña a partir del filme La sociedad de la nieve, Revista GENTE decidió que ya era hora de volver a desandar aquella inolvidable cobertura. Entonces, sacó boletos hasta el sitio en el que Serra y Frías consumaron su propia proeza, y hacia allí partimos con dos entusiastas profesionales que aún no habían nacido cuando sucedió, pero tampoco titubearon ahora en aceptar trepar empinadas montañas a caballo hasta arribar al mismísimo Valle de las lágrimas: la fotógrafa y filmmaker Martina Cretella y el creador de contenidos digitales Juan Rostirolla.
1973–2024: Así lo contó ayer GENTE. Así lo cuenta ahora GENTE.
“¿SABE QUE MI PADRE ME HABÍA HABLADO DE AQUELLA COBERTURA DE GENTE?”
–¡¿Araya?! –escuchamos su apellido y nos asalta la duda–, ¿usted tiene algo que ver con Antonio, el arriero que acompañó a Revista GENTE en la primera incursión periodística al lugar, tres meses y días después de rescatados los sobrevivientes?
–Algo tengo que ver, sí, amigo.
–¿Algo?
–Era mi papá (ríe Osvaldo, 66, detrás de sus bigotes negros)... ¿Sabe que él me había hablado de aquella cobertura, pero yo nunca la pude ver.
–¿Quiere verla?
–Uyyyy, claro que sí. Le agradecería.
La llegada al Puesto El Soler, a 140 kilómetros de Malargüe, nos recibe con una primera gran sorpresa: la presencia de uno de los dos hijos de Antonio, ahora a cargo del negocio familiar de abastecimiento de caballos y mulas. “¿Así que van a llegarse hasta allá? Ahora no es tan difícil como hace medio siglo, cuando ni había senderos. Tampoco les toca el clima de aquellos viajes en busca del lugar del accidente. Acá el reportaje dice que viajaron el lunes 2 de abril de 1973. Los agarró una tormenta. Miren lo que era la cantidad de nieve… Mi padre me relató lo bravo que fue”, frunce el ceño de piel esculpida por el sol y el viento. Y extiende la mano deseándonos suerte, a la vez guiñando socarronamente el ojo izquierdo: “Y además ustedes llevan casco”.
Así narraba Serra aquella partida con los baqueanos y Frías, “entre mochilas que reventaban, bolsas de dormir, zapatos de nieve, pasamontañas, antiparras, linternas, camperas gruesas, guantes de cuero, chocolate y todo a lo que los sobrevivientes les faltó: Siempre pensamos, en la redacción, que esta historia que empezó el 13 de octubre cuando el avión que los llevaba a Chile se estrelló contra un pico, es el episodio más alucinante al que nos haya tocado asistir. Por eso, porque es interminable, estuvimos en San Fernando, en Santiago de Chile, en Carrasco, en el centro de Montevideo, en todos los escenarios que el drama eligió para ser representado. Pero nos faltaba uno, la cordillera, el avión, el punto exacto donde los sobrevivientes vivieron la situación límite”, describía con su incomparable estilo, una suerte de realismo mágico certificado por datos precisos.
Con algo menos de equipaje, aggiornados a los tiempos (zapatillas o botas de montaña por zapatos de nieve, anteojos negros por antiparras y barritas de cereal, frutas y semillas varias por el chocolate), y montando al orgulloso Limón, la glotona Morocha y el obstinado Coipo, los caballos reclutados por el equipo de GENTE, comienza nuestra travesía bordeando el amarronado Río Atuel. Cruzarlo significa el bautismo de fuego, en boca de Jorge Araya (28), hijo de Osvaldo, nieto de Antonio e integrante –también– del emprendimiento familiar que hoy suma 70 equinos. “Hay que guiar a los caballos pero dejando que elijan dónde y cómo pisar, desafiar la correntada y avanzar confiando en ellos”, alecciona. “No los taqueen y tampoco miren fijo el agua, que avanza demasiado rápido y marea”, agrega. Administrado el consejo, un inesperado evento posterior –Limón resolvió echarse al piso para secarse la falda y el vientre tras cruzar–, obliga al siguiente análisis de Jorge: “Limón es un bajo que no se crió acá, sino en un campo sin hilos ni espejos de agua. Por eso reacciona así ante el contacto con ella”. Susto superado, continuamos.
Con El Sosneado de 5.169 metros de altura como testigo directo del ingreso a la Cordillera de los Andes comienza la lenta trepada en medio de una prodigiosa sucesión de paisajes y colores que incluyen pequeños y profundos lagos color turquesa, bañados verdes como el del césped de una cancha de fútbol y policromáticos cerros. El Río Rosada y sus agua de deshielo nos permiten abastecer de líquido, picar un sánguche y avanzar. De repente surge la voz de Miguel Merlo (65), guía todo terreno y quien no dirime si de un cuarto de siglo a la fecha transitó este camino “250, 275 ó 300 veces”, pero sí sabe e informa: “Acá nace el Valle de las lágrimas”, señala el arroyo homónimo que circula abajo y los tres pequeños picos (en realidad miden 40 metros cada uno) “de la derecha, conocidos como ‘Los gendarmes’ o ‘Los penitentes’, en los que golpeó el avión, antes de comenzar a caer en zigzag, como en una 's' invertida, y sin parar, por la montaña. Aunque parezcan cercanos, ¡21 kilómetros nos separan de ahí! Próxima meta, trepar el Cerro Yesera, de 4.750 metros, con sus picantes acantilados”, anticipa a los corazones de quienes marchamos.
Desde la misma ubicación donde nos encontramos ahora, pero hace cincuenta años y diez meses, René Lima, el arriero que acompañaba a Antonio Araya, le señalaba a los periodistas de Revista GENTE mirando al horizonte: “¿Ve? El río. Eso es lo que tenían que haber hecho los muchachos uruguayos, seguir un curso de agua. Un curso de agua siempre va a un río, y un río siempre lleva a un pueblo. Eso no falla. Lástima que ninguno de ellos tenía experiencia en estas cosas”.
“LA CORRENTADA TODAVÍA ARRASTRA RESTOS DE LA NAVE: HOY ENCONTRAMOS UNO”
–¿Por qué, de repente, en medio de la nada, usted se bajó de su mula y decidió seguir a pie? –le consultamos a Miguel Merlo tres horas después, saboreando un reconfortante guiso de “trozos de carne de vaca, cebolla y demás verduritas”, preparado por el cocinero–todo terreno Claudio Vallejos (36) y acompañado por agua que baja de las montañas, jugo de naranja y vino tinto.
–Es que el río arrastraba un pedazo de metal del avión y no quería perderlo.
–Imposible. ¡¿Cincuenta y un años después?!
–¿No me creés? Te aseguro.
–¿En serio?
–Fijate ahí afuera –nos invita a descubrirlo apoyado en el cartel que menciona el lugar donde descansaremos con quince cómodos grados de temperatura: Campamento Base El Barroso, junto al arroyo y cerro del mismo nombre. “Todo lo que hallamos se subirá al Memorial, como tributo a los 45 tripulantes”, subraya Merlo, cinco veces casado, “aunque hasta ahora ningún amor me duró tanto como el que tengo por los Andes”, remata entre carcajadas cuando cierto tardío atardecer propio de la película Casablanca da lugar a uno de los cielos más iluminados por las estrellas que haya visto este periodista a lo largo de sus 54 años.
En el mismo puesto, aunque evidentemente menos aprovisionado de calor, alimento y asistencia, Alfredo Serra contaba desde la página 8 del número 403 de Revista GENTE, publicada el 12 abril de 1973: “A las nueve y media de la noche se terminó la primera jornada. Embutidos en las bolsas de dormir, vestidos de pies a cabeza, aplastados bajo ponchos y cueros provisto por los baqueanos Lima y Araya, nos dormimos. No teníamos termómetro, pero antes de cerrar los ojos fijos en las estrellas frías, ellos sentencian: ‘Diez bajo cero’”.
El amanecer despejado de las 7:12, dentro de la carpa azul –“Fleco y Los cebollitas home”, según la bautizó el equipo de GENTE– nos invita al último ascenso rumbo a la tan ansiada meta. “Hay que apurar, por el crecimiento de los ríos”, nos alertan. Al mismo tiempo que Fabián Miranda (35), quien hace un lustro se encarga de levantar de cero el campamento en diciembre y cerrarlo al término de la temporada, nos confía que desde sus seis, siete años, en 1983, cuando vio la película ¡Viven!, de Frank Marshall, “anhelaba conocer el lugar de la tragedia y recién en 2019, a los 20 años logré llegar por primera vez…”, al mismo tiempo, decíamos, una nueva conversación informal deriva en otra anécdota relacionada con nuestro medio…
“Yo no tenía mucha comunicación con uno de mis abuelos, Raúl. Bastante cerrado el hombre, nunca nada nos relacionó demasiado -apunta en medio de una mateada Fer Robledo (46), dueño de Argentina Extrema, empresa que conduce hace quince años con su socio, Leandro Scheule, y organiza veinte subidas por verano, a caballo y en trekking–... Sin embargo, apenas falleció, mi abuela Elsa me acercó una caja con algunas de sus pertenencias. ¿Sabés qué encontré adentro? La GENTE del 28 de diciembre de 1972 (edición 388), ¡que narraba el rescate de los sobrevivientes de los Andes! Él la conservaba impecable. Ahí supe que, aunque jamás nos dimos cuenta, algo nos unía fuertemente: una comunión entre la naturaleza y la aventura”, comenta el ingeniero en informática y fotógrafo, procurando que no se le quiebre la voz.
Los últimos cargamentos de barritas de cereal, frutas y semillas en la mochila anticipan la previa, la cuenta regresiva al gran objetivo. Llega la hora de chequear las alforjas, subirse a la silla de montar, calzarse los estribos y partir a destino, persiguiendo una brújula inequívoca: la inmensidad de los glaciares como testigos silenciosos del lento avanzar, con los resoplidos de los caballos –síntomas de su apunamiento por las trepadas ahora sobre roca suelta–, el ataque continuo de tábanos de ojos verdes amenazantes, la presencia sigilosa de algún pequeño lagarto andino como fauna autóctona, y la abundancia de flora silvestre, como el Falso Lavanda (salvia leucantha), que huele rico pero no alcanzan el aroma profundo de la original, y la invasiva Barba del Diablo (tillandsia usneoides), que sobrevive quitándoles sus nutrientes y tapando de una sospechosa capa amarillenta a los escasos vegetales cercanos.
El aflojamiento de la montura de Limón en trepada, genera un inesperado grito de alerta de Ceferino Araya (¿cómo va a tener otro apellido?), el último custodio de cada paso, de cada trote, de cada galope a lo largo de las diecisiete horas y los 67 kilómetros que terminará requiriendo la travesía, de principio al fin: “¡Esperá ahí, no te muevas! Es peligroso que sigas. Avanzá a un claro y aguardame, que ya la ajusto”. Obedezco. La ajusta. El precio a pagar, quedar último en la hilera. La crónica de Alfredo Serra, a esta altura, revelaba: “Salvada la cuesta, otras dos planicies de nieve dura y resbalosa jaquean a los caballos. Por fin, media hora antes del mediodía, al final de otra planicie, en una especie de anfiteatro rodeado de montañas que denominan ‘El cajón de las tres lagunas’, como un juguete roto, divisamos al avión”.
A esta altura del viaje noto con completa emoción que mis compañeros Tatu y Rosti comienzan a sentir -porque los mencionan una y otra vez en las conversaciones- que Serra y Frías también han sido sus compañeros.
“TAL VEZ NOSOTROS SOMOS LOS ÚLTIMOS HOMBRES QUE PUDIERON VER AL AVIÓN”
–¿Usted dice que llegamos? –le preguntamos desconfiados a Ceferino (57).
–Mire allí.
–No se ve nada.
–¿Seguro? Concentre la vista en aquella manchita. ¿La divisa?
–Sí, ¿qué es?
–La “machita” son las personas reunidas alrededor de la terraza natural que da al glaciar en el que cayó el avión.
Lo llamaban “El circo”, hasta que la caída del vuelo lo convirtió en tierra sagrada, venerable, bendita, santa. Es una especie de anfiteatro natural que presenta a la vez su obra más trágica y milagrosa. Rodeado por los volcanes Tinguiririca, de Chile (situado a 1.200 metros de distancia) y el Cerro Sosneado, en la falda argentina de la Sierra de San Hilario, y por las elevaciones más eternas y la naturaleza más salvaje de la Cordillera de los Andes, el impactante sector recibe el nombre de Glaciar de las Lágrimas y emerge como demostrándole al ser humano cuán pequeño y grande puede ser.
Pequeño, por el tamaño. Grande, porque allí yace, incrustado en el hielo que lo conforma, parte del fuselaje del Fairchild FH–227D que les diera protección y cobijo a los supervivientes del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya que viajaba a Santiago de Chile transportando cinco tripulantes y 40 pasajeros (incluyendo a 19 miembros del equipo de rugby Old Christians Club, familiares, amigos y simpatizantes) y enfrentaron todas las peripecias habidas y por haber: un choque, el frío, la desesperación, el hambre, la desazón. “Es increíble: estamos conociendo la nieve, ¡¡¡y en un lugar tan movilizante!!! Nunca podremos olvidar este momento”, andan con ganas de pellizcarse los representantes más jóvenes de GENTE, Juan Rostirolla (23, estudiante de Comunicación Social) y Martina Cretella (25, recibida en Diseño de Imagen y Sonido). “Coberturas así son grandes sueños que empezamos a cumplir en nuestras carreras”, coinciden movilizados.
Así contaba Serra su llegada con Frías a la zona: “Allá arriba, como un tótem, el avión uruguayo. Como el esqueleto de un cetáceo colosal. Nos faltan quinientos metros de hielo y lo alcanzamos. De pronto se me cierra la garganta… Cuando llegamos, bajo el cierre de la campera y saco un paquete que hemos custodiado desde Mendoza. Tiene, simplemente, flores. Gladiolos rosados y claveles rojos. No sé el porqué. Nuestra misión era estrictamente periodística, pero no pudimos dejar de traer estas flores. Es inútil tratar de explicar por qué”, lanzaba Alfredo desde su poética manera de contar la cruda realidad.
Trepar a pie los veintipico de metros que separan el sector de nieve y la elevación de tierra en la que se encuentra el Memorial, donde yacen los cuerpos de los 28 muertos durante el accidente y sus días posteriores (uno descansa en Uruguay), quita el aliento, de la misma forma que lo quitará –de manera literal– avanzar hasta dar con una de las ruedas del avión, a la intemperie, sobre el glaciar que absorbió el fuselaje. “No se acerquen demasiado, que es muy peligroso”, levanta la voz un Miguel Merlo de rostro colorado cargado con protector, consecuencia de las últimas horas de sol a pleno. Y al oído me explica: “Hemos tirado cuerdas por las aperturas del glaciar y las mismas caían treinta, cuarenta metros. Abajo hay espacios abiertos. Si absorbió el avión, puede llevarse lo que sea”, justifica sus temores.
Posar los pies sobre el sector donde se encuentran reunidos los restos del avión que fueron encontrándose, moviliza. Descubrir la legendaria y a la vez sencilla cruz que da al valle abarrotada de Rosarios, placas, objetos y elementos relacionados con ellos, conmueve. Descubrir el monolito en forma de cubo con los nombres de los pasajeros, estremece. Decidimos posar aquí, entonces, la nota impresa de GENTE que nos sirvió de combustible para llegar hasta acá y significó que Carlos Páez, uno de los dieciséis sobrevivientes, bautizara a Alfredo Serra como “el número 17”, por ser el primer periodista en llegar a la zona y por guardar, hasta que ellos lo revelaran en una conferencia de prensa, el secreto de que para subsistir habían acudido a la antropofagia.
Mientras Cretella no da a abasto entre filmar y fotografiar y Rostirolla pretende armar más historias para las redes que las que sus ojos y manos le permiten, la advertencia de los baqueanos se hace escuchar. “Hay que volver lo antes posible porque los deshielos del verano provocan el crecimiento en los ríos y corremos el riesgo de no poder cruzarlos”, lanzan urgidos. El final de la crónica de Serra que alcanza a leerse, acompañada por las fotos de Eduardo Frías, también invitaba a la una despedida. “Cinco de la tarde –puntualiza Alfredo–. De golpe todo se pone gris, sopla un viento apenas soportable y empieza a nevar. El paisaje desaparece. Apenas vemos las siluetas de nuestros compañeros, que se mueven a tientas. Miro hacia atrás y no veo nada. Uno de los arrieros pasa a mi lado: ”Después de esta tormenta el avión quedará totalmente cubierto. Tal vez nosotros cuatro somos los últimos hombres que pudieron verlo…’”.
Entretanto, son las 15:34 de un día límpido de febrero de 2024 a 3.550 metros sobre el nivel del mar, el sol empieza a dejarse eclipsar por las montañas, y aunque los peregrinos y aventureros que llegaron temprano desde distintas partes del mundo para rendir sus homenajes y acercar sus plegarias ya partieron y no se escucha absolutamente nada, yo –sentado con los pies colgando de cara al glaciar que cobija una de las historias más inspiradoras que recuerde la Humanidad– escucho a Serra:
“Ya sabés, Leíto: vos tecleá con el corazón, que la música sale sola.”
Espero haber estado a la altura, Alfred.
Fotos y videos: Martina Cretella
Redes sociales: Juan Rostirolla
Búsqueda de archivo: Mónica Banyik
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