La Fórmula 1 siempre ha sido un teatro de emociones extremas, pero pocas veces como en la tarde abrasadora del 17 de octubre de 1981, cuando el estacionamiento del Caesar’s Palace en Las Vegas se transformó en una arena de sueños destrozados. Allí, sobre el calor implacable del asfalto y bajo la mirada de miles de aficionados, Carlos Alberto Reutemann vio cómo se desvanecía el que pudo ser el capítulo más glorioso de su carrera. No perdió sólo un título; perdió, para muchos, el abrazo definitivo de una nación que había soñado con otro campeón desde los días dorados de Juan Manuel Fangio.
Reutemann había llegado como líder del campeonato y era el piloto con más posibilidades de coronarse campeón del mundo. Su Williams FW07, sin embargo, no estaba a la altura del desafío. Un chasis cambiado a último momento, una caja de cambios que parecía conspirar contra él en cada curva, y un equipo que nunca dejó dudas sobre sus preferencias por el australiano Alan Jones, su compañero de equipo, conformaron la tormenta perfecta que derrumbó sus aspiraciones.
Desde la pole position, Reutemann debía simplemente mantenerse a flote. Pero su largada fue un desastre. El santafesino no encontró ritmo ni comodidad, cediendo posiciones mientras el brasileño Nelson Piquet (Brabham), su adversario directo por el título, se limitaba a navegar con cautela hasta un quinto lugar que, a la postre, le alcanzaría para coronarse campeón.
“Era terrible. Por cada vuelta erraba tres o cuatro cambios...No hubo más nada que hacer. Con mucho esfuerzo me mantuve en la pista esperando que Piquet se quedara, pero no fue así...”, recordaría después Reutemann, en una confesión cargada de impotencia
Pero lo más doloroso no fue la derrota técnica. Fue la percepción, en los ojos de sus compatriotas, de que le faltó la chispa combativa, el filo de un Fangio que, en tiempos más duros, nunca dudó en usar el arte de la maniobra al límite. Muchos cuestionaron por qué no jugó sucio, por qué no bloqueó a Piquet con un acto de desesperación. Pero Reutemann, en su estilo estoico, aceptó su destino con dignidad: “Lo real es que hubo alguien que ganó, Piquet, y otro que perdió, que fui yo. Lo demás no importa”.
Para un país apasionado, esa declaración fue un mazazo. ¿Cómo no iba a importar? ¿Cómo iba a ser tan frío? Pero esa era la esencia de Reutemann: un piloto más guerrero que político, que prefería perder limpio antes que ganar sucio.
Hoy, más de cuatro décadas después, Las Vegas ha vuelto al calendario de la Fórmula 1. Un circuito callejero que recorre el Strip se ha convertido en una de las citas más espectaculares del año. Y aunque no hay un título en juego para un argentino, el joven Franco Colapinto, también al volante de un Williams, revive la conexión entre Argentina, el equipo británico y la ciudad del pecado.
Para los argentinos, Las Vegas siempre será un lugar cargado de nostalgia y desilusión, el escenario de una tragedia deportiva que aún duele. Sin embargo, la presencia de Colapinto en la Fórmula 1 brinda una nueva esperanza de revancha, no sólo para los aficionados, sino también para la memoria de Reutemann. El Lole eligió perder como un caballero antes que manchar su trayectoria con una maniobra que, aunque le hubiera dado la gloria, jamás habría podido perdonarse.
Hoy, Franco Colapinto tiene la oportunidad de escribir un nuevo capítulo en la historia del automovilismo argentino, uno que honre tanto el sueño de un país como la integridad de un piloto que siempre supo que los valores, como las victorias, también quedan grabados en la historia.