“El viernes 13 de octubre desapareció en la Cordillera de los Andes un avión uruguayo con 45 personas a bordo. Al cierre de esta edición no había rastros del aparato, donde viajaban varios jóvenes integrantes de un equipo de rugby. GENTE fue a Mendoza, voló en un cazabombardero y participó en la angustiosa aventura de la búsqueda”, describía le copete de la nota de Revista GENTE en la primavera de 1972.
Era el inicio de un derrotero que trascendió las décadas y perdura en el tiempo porque puso a prueba, casi frente a nuestros ojos, la condición humana y la confraternidad, para entregarnos un capítulo especial que nos marcó para siempre y aquí rememoramos, a maneras de homenaje, mediante el recorrido que hicimos en tiempo real de aquella triste y a la vez inspiradora historia.
Infructuoso sobrevuelo a seis mil metros de altura
A cinco días de desaparecida la nave, un equipo especial de nuestra revista encabezado por Alfredo Serra y Juan Manuel Fernández subió en el Aeropuerto de El Plumerillo, de Mendoza, al cazabombardero Morane-Saulnier, de la IV Brigada Aérea, y viajó hasta la zona en que cayeron los 45 pasajeros, que incluía rugbiers (aparte de familiares, amigos y simpatizantes) del equipo charrúa Old Christians Club que debían enfrentar al Old Boys chileno en un partido amistoso.
Los accidentados habían visto tres naves surcando los cielos de la zona, pero no lograron revelarles su ubicación en tierra. Con un transistor de radio y un cable eléctrico del avión improvisaron una antena. Así, el 21 de octubre y cumplidas 142,5 horas de búsqueda, se enteraron de su cancelación. Cuando lo supieron, ya habían perecido doce personas y varias se encontraban gravemente heridas. Nadie con fracturas expuestas subsistió. A la semana fallecieron cinco personas. Hacia fin de mes una avalancha nocturna terminó con la vida de nueve.
Operativo resistencia: desafiando las heridas y los 30 grados bajo cero
Consumada la caída –fruto de una maniobra aérea desafortunada en medio de la niebla y los vientos andinos, que derivó en el choque contra la montaña y el deslizamiento del fuselaje unos 725 metros antes de chocar contra el hielo en un glaciar–, los pasajeros armaron un refugio con los restos. Fallecidos de entrada tres miembros de la tripulación y ocho pasajeros, y desafiando temperaturas de 30 grados bajo cero, se protegieron dentro de un espacio de 250 centímetros por 300, acudiendo a la lana de las fundas de las butacas (los almohadones los usaron como raquetas, para pisar en el exterior). Además, idearon una forma de obtener agua, derritiendo el hielo para que goteara en botellas vacías de vino, e improvisaron anteojos de sol utilizando alambres, correas y los parasoles de la cabina del piloto.
Carecían de suministros médicos, ropa y equipo para clima frío, así como de alimentos, y pocos conocían la nieve. El 12 de diciembre de 1972, transcurridos casi dos meses sin hallar un salvoconducto que ilusionara al grupo, Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintín salieron en búsqueda del mismo, escasos de abrigo, comida y oxígeno, y sin brújula, mapas, equipo técnico ni experiencia en terrenos montañosos.
Comenzaron a escalar hacia el oeste, procurando algún sendero. Sorteando los inconvenientes y riesgos que signififican andar la Cordillera de los Andes en pleno invierno, pronto comprobaron que la caminata iba a extenderse y las vituallas se acababan.
En la cordillera me preguntaba cómo era posible que el hombre llegara a la Luna y que a mis compañeros y a mí no nos encontrara nadie, nadie. Allá yo tenía pensamientos sombríos. Por ejemplo: ‘En casa ya habrá desaparecido mi cuarto, ya habrán regalado mi ropa’. Aunque en el fondo siempre pensé que volvería, todavía no me puedo acostumbrar a que todo el mundo me pare, me abrace y me felicité” (de Alfredo Delgado, la semana siguiente a haber sido rescatado)
Entonces resolvieron que Vizintín regresara al sitio del accidente. Tras ascender hasta los 4.650 m. s. n. m., buscando referencias y valles, una vez surcados 38 kilómetros en diez días, y mientras recogían leña para encender un fuego, divisaron al otro lado del río Barroso a tres hombres en sus caballos. Uno, el arriero chileno Sergio Catalán, los vio. Sin poder acceder a ellos por la virulencia del agua, prometió que volverían al día siguiente: “¡Mañana!”, gritó. Y así lo hizo.
De regreso, Catalán ató un papel, un lápiz y una piedra a una cuerda y la lanzó al otro lado del curso. Parrado le respondió con una nota. El arriero la leyó y conversó con sus acompañantes. Uno le recordó que varias semanas antes el padre de uno de los jóvenes que iban en el avión desaparecido le había preguntado si sabía algo del mismo: era el artista plástico Carlos Páez Vilaró. Catalán les arrojó pan a Canessa y Parrado y montó a caballo hacia el oeste durante diez horas para volver con ayuda.
El último día, la última noche
Luego de transmitir la noticia al comando del Ejército de la comuna de San Fernando, Parrado y Canessa fueron llevados a Los Maitenes de Curicó (a 190 kilómetros de Santiago de Chile), para que comieran y descansaran. La Fuerza Aérea de Chile proporcionó helicópteros Bell UH-1 para el rescate. Parrado ofreció llevarlos al lugar del infortunio. Asombrados todos por la dificultad del terreno que ambos jóvenes habían atravesado buscando ayuda, en la tarde del 22 de diciembre de 1972 las dos naves aparecieron ante los sobrevivientes desde el aire.
Debido a los límites de altura y peso, sólo se pudo transportar a la mitad. Cuatro miembros del equipo de búsqueda y rescate se ofrecieron como voluntarios para quedarse con los siete muchachos que restaba trasladar. Durmieron una última noche allí, hasta que el segundo vuelo llegó al amanecer siguiente. En los hospitales de la capital trasandina fueron tratados por congelamiento, rotura de huesos, mal de montaña, escorbuto, desnutrición y deshidratación. Según los archivos periodísticos, las autoridades y los familiares resolvieron enterrar a los 29 cuerpos que habían perecido en una fosa común cercana al lugar del accidente.
No sé por qué, pero desde el principio supe que mi hijo estaba muerto. También desde el principio -por algo soy médico- me torturó esta pregunta: ¿Cómo hicieron para subsistir? Un simple cálculo me llevó a la deducción de que tendrían que haber recurrido a los cuerpos de los muertos. No tenían otra salida. Eso me planteó otros interrogantes horribles: ¿Quién lo decidió?, ¿cómo lo hicieron? Y por fin, la última pregunta: ¿Habría servido mi hijo, el cuerpo de mi hijo, para ayudarlos a subsistir? Ahora sé que sí. Y lo he aceptado. Como padre y como médico” (Helios Valeta: su hijo Carlos Alberto murió en los Andes)
José Luis "Coche" Inciarte: "Fue una tragedia y también un milagro"
Hace un año, GENTE tomó contacto con José Luis Inciarte, montevideano y uno de los sobrevivientes, para que reviviera aquella experiencia. Coche, tal como lo llamaban en la intimidad, falleció a mediados de 2023, pero nos dejó esta parrafada de emoción a las que nos resulta imposible no recurrir al cumplirse los 51 años de aquella:
"Aún no estoy seguro de saber realmente qué pasó. Aunque alguna idea me he formado en este tiempo... Ojalá nada de esto hubiera sucedido, ya que hoy disfrutaría de los amigos que no volvieron, tomándonos un mate, un whiskacho y charlando de los hijos y de los nietos. Esto sí lo hago, pero ellos me faltan y ¡los extraño tanto! Fue una tragedia y también un milagro", arrancaba.
Y continuaba:
"Tragedia para sus familiares, que no pudieron vivir la alegría del reencuentro. Quizá no así para mis amigos que allá arriba están, ya que con la muerte encontraron la paz que tanto añorábamos, y viven en ese paraíso en el que hoy se encuentran y al que tantas veces deseé ir. Milagro para los que volvimos y pudimos experimentar la alegría del abrazo y del regreso con nuestras familias, nuestros amigos, nuestras novias... Y le llamo “milagro” porque todos los especialistas en montaña han dicho una y mil veces que lo que hicimos y logramos, no se puede hacer, fue casi un imposible."
Luego añadía: "Claro que al milagro hay que ayudarlo, como a la esperanza, al mismo tiempo que precisamente ambos nos ayudaron durante aquel terrible esfuerzo de mente, cuerpo y alma que transitamos durante 72 largos días y sus noches, sin un minuto de paz".
Inciarte también mencionaba sus deseos cumplidos:
"... Y sí, en estos años pude concretar el sueño que en medio de la cordillera tantas veces imaginé no haría realidad: formar una familia con mi querida Soledad, tener tres hijos, que me dieron una nueva y enorme felicidad, y más tarde recibir a nueve nietos que de ninguna manera formaban parte de viejos cálculos. Una alegría tras otra alegría. Desde aquel momento la vida me ha resultado algo sobre lo que no termino de asombrarme y agradezco a diario. Como me sigue asombrando y sigo agradeciendo el amanecer de un nuevo día. O de la misma manera que me asombró y agradecí aquella primera mañana en los Andes, donde, después de la peor noche de mi existencia, sentí la alegría de estar vivo. Entonces me asombra despertar un día más, pese a mi cáncer de mama (2013) y el metástasis en huesos (2018) con el que llevo una convivencia pacífica", afirmaba.
Claro que al milagro hay que ayudarlo, como a la esperanza, al mismo tiempo que precisamente ambos nos ayudaron durante aquel terrible esfuerzo de mente, cuerpo y alma que transitamos durante 72 largos días y sus noches, sin un minuto de paz" (Coche Inciarte)
Para cerrar, agradecido: "Lo cierto es que he llegado aquí rodeado de lo más grande que un hombre puede tener: una familia. La propia y la de los amigos perdidos. Y he llegado, entre otras cosas, para poder decir sin dudarlo que a la vida hay que vivirla, no desperdiciarla, que en ella hay que hacer el bien sin mirar a quien y sin esperar nada a cambio".
Retorno al Cajón de las Tres Lagunas
Pasados ciento setenta y cinco días de la tragedia, GENTE llegó, de nuevo con el periodista Alfredo Serra, y ahora con el fotógrafo Eduardo Frías y dos arrieros (René Lima y Antonio Araya) hasta los restos del avión. Allí, en el mismo escenario de uno de los episodios más alucinantes que haya protagonizado un grupo de hombres ante una situación límite, los enviados especiales pasaron 48 horas, soportaron una tormenta de nieve, hallaron la cédula de identidad de Fernando Parrado y rindieron homenaje a los fallecidos.
La expedición había partido del puesto de invernada El Sosneado, departamento de San Rafael, Mendoza, a 140 kilómetros de Malargüe. Demandó cuarenta y ocho horas de marcha y diez a caballo. Consigna la crónica de Serra que “fue una manera de vivir y sentir algo de lo que vivieron y sintieron los muchachos uruguayos que escribieron el Milagro de la Cordillera”.
A mí me preocupaban los autos, la ropa, las cosas frívolas. Ahora sé que lo único importante es Dios, la fe, el compañerismo, la solidaridad. De pronto hubo que juntar medicamentos, darse calor mutuamente, repartir lo poco que había para comer. La muerte era algo desconocido. Y de repente hubo que mirarla de frente todos los días sin poder hacer nada. Nuestros compañeros se morían en silencio, pasivamente. Algunos se acostaban dentro del avión, cerraban los ojos para dormir y ya no amanecían. Todo eso nos hizo sentirnos hermanos. Yo creo que somos algo así como 16 apóstoles” (Carlos Páez Rodríguez)
Fotos: Archivo Grupo Atlántida y gentileza de Fernando Petracci
Búsqueda de archivo: Mónica Banyik