Por Franco Torchia*
¿Qué orgullo y orgullo de qué? La pregunta suele invadir los espacios toda vez que asoma junio –Mes Internacional del Orgullo LGBTQI+– y toda vez que llega noviembre –versión local de ese alarido–. Las respuestas son múltiples. Cualquier subjetividad desmarcada de las normas bien puede ensayar una exposición propia, emancipada de las grandes consignas y centrada en un devenir existencial que siempre es intransferible. Orgullo de ser inclasificable, desbordar las posibilidades enciclopédicas y haberle hecho tanta trampa junta a la ciencia, la religión, la política y la educación. El orgullo es no admitir definición.
Vistosos, los colores del arco iris que inauguran cada año con mayor presencia el junio diverso arman una bandera universal que no demanda ciudadanía ni requiere pasaporte: trans, lesbianas, bisexuales, gays, personas queer, asexuales y travestis se reconocen automáticamente cuando ven flamear un símbolo que es fiesta y compromiso, música al palo y dolor concentrado, maquillaje furioso y furia contenida, infancia perdida y sana venganza.
69 países del mundo criminalizan todavía hoy las relaciones sexuales entre personas adultas del mismo sexo –entre ellos Qatar, sede del próximo Mundial de Fútbol– y en 6 de esos Estados rige la pena de muerte para gays y lesbianas.
Sin embargo, como supo sostener la filósofa mexicana Sayak Valencia, los movimientos de diversidad sexual lograron cambiar el mundo (y cambiarlo mucho) “sin matar a nadie”, sin derramar ellos ni una sola gota de sangre en cuerpos ajenos ni apelar a guerras incontrolables para poder ser. Frente a la industria de la destrucción en serie, esa sigla infinita –LGBTQI+– disemina posibilidades de vida e insta a los poderes a admitirse en deuda permanente con “les desviades”. El orgullo también es haberse corrido, tomar un atajo y dejar de engrosar la caravana de la muerte que le es propuesta al mundo.
La Argentina, foco internacional en materia de leyes, llega a este invierno orgulloso de 2022 asediada por violencias que no cesan y amenazada por falsos discursos de libertad que una parte de la dirigencia política, en sociedad con cierto periodismo, está empeñada en reproducir. Para esos sectores, un país reconstituido, una República ordenada y un Estado eficaz serían posibles si y sólo si la sociedad vuelve a “purificarse”.
¿Cómo? Con varones y mujeres nacidos y criados varones y mujeres. No obstante, el orgullo es nacer como queremos (y si queremos) y criar en libertad extrema. El orgullo es abandonar al varón y pelear por la mujer, sembrar en las aulas, las oficinas, los estadios y las cuadras, un desacato poderoso, porque no hay vida digna de ser vivida si no es en los propios términos, luciendo a tono y siendo en sintonía con quien se es.
En el país del DNI no binarie, el varón trans Tehuel de la Torre sigue desaparecido desde marzo de 2021 y la mayoría de las mujeres trans y las travestis sigue subsistiendo en condiciones inhumanas. El orgullo es una puja infatigable. En su seno conviven hoy ataques homofóbicos y niñes dispersos que imponen su identidad y modifican a maestras, médicos, padres y vecinos. Drag queens por todas partes –precarizadas, pero bien presentes– e instituciones religiosas impartiendo odio.
Justicia a veces e injusticia casi siempre. La bandera multicolor no está planchada. Hay que poder ver en sus pliegues una victoria izada sobre la base de innumerables derrotas. Orgullo de no parecerse. Orgullo por poder deshacerse. Orgullo por pasar a ser la versión menos pensada. Orgullo por reversionarse: el éxito de sonar distinto en un planeta monocorde.
(*) Periodista y conductor del ciclo radial sobre diversidad sexual No se puede vivir del amor (LaOnceDiez)
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Nota de tapa: Karina Noriega
Fotos: Chris Beliera y Fer Gronski @fer.gronski
Arte y diseño: Gustavo Ramírez
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Productora y estilista: Carolina Gagliardini
Make up y pelo: Elizabeth Flecha para Sebastián Correa
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Videos: Alejandro Carra
Edición de video: Miranda Lucena y Manu Adaro
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