LA LLEGADA A KUTUPALONG.
“Después de hacer quince días de cuarentena en Dhaka, tomé un avión a la ciudad de Cox´s Bazar, y desde allá inicié un viaje de dos horas en camioneta hacia la zona en la que están los campos de refugiados”, arranca contando Sandra Zanotti (33), cuando dan las 18:20 en Bangladesh y las 9:20 en Argentina –sí, la diferencia es de nueve horas–.
Convocada por GENTE para recordar ese trayecto que cambió su vida, la psicóloga que trabaja junto a Médicos Sin Fronteras, a 16.752 kilómetros de su casa, prosigue: “Pasando la mitad del trayecto empecé a ver los refugios. Que se les dice así, pero que yo no podría llamarlos ni casas. Son unos cuartitos con paredes y techos de bambú (cubiertos con plásticos o unas bolsas enteladas que les da ACNUR), pero muy chiquitos y precarios", relata.
"Por ahí se filtra el agua; son totalmente endebles. Se encuentran en una zona llana, pero con pequeñas colinas, así que ves colinas y colinas de hacinamiento. Eso lo notás enseguida, porque estamos hablando de casi un millón de personas en un espacio geográficamente pequeño para esa cantidad. Y eso se ve. ¡Es imposible no verlo!”, confiesa conmovida.
UNA ALARMA QUE NECESITA SER ESCUCHADA.
“Hay muchas víctimas de violencia sexual dentro del campo, pero es difícil que vengan por atención médica en las primeras 72 horas, ya que hay mucho miedo y estigma. Además, no es fácil que sepan que lo que sucedió es violencia al menos que se trate de una violación súper explícita. Hay casos más matizados, o de menores que no tuvieron ningún tipo de educación sexual como para saber qué es manipulación o coerción y es difícil que los sepan reconocer como emergencias que ameritan venir, acercarse”, cuenta con preocupación Sandra, la manager y responsable del departamento de salud mental del hospital materno infantil Goyalmara y, a la vez, de un centro de atención primaria. Ella, en el día a día, supervisa clínicas, capacita al equipo y se asegura de que todo funcione bien. “Salvo alguna emergencia –que las hay–, yo no atiendo pacientes de manera directa, sino que estoy en la mirada general y estratégica, analizando si las actividades que venimos haciendo responden a las necesidades de la población, si hay maneras en las que podemos mejorar y si necesitamos más o menos recursos humanos. Después, la otra mitad del día se me va analizando los casos más complejos o que generan dudas, como suele suceder con los pacientes psiquiátricos: tenemos atención psiquiátrica con un médico entrenado en salud mental, pero no psiquiatras. Así que esos casos los debatimos bastante”, ilustra Zanotti, antes de retomar el tema anterior: “Con el área de salud sexual y reproductiva trabajamos continuamente en cómo afrontar, con la comunidad y de manera apropiada, estos casos de violencia sexual, porque existe muchísima vergüenza y culturalmente hay cosas que los hombres no pueden hablar con mujeres. O sea, debemos avanzar de a poco, con tiempo. Es un trabajo de hormiguita que las víctimas sepan que hay cosas que se pueden prevenir, que su consulta va a ser confidencial, que cuando quieran pueden tener una charla con una psicóloga o con una counselor –que es una consejería más breve–, y que las podemos ayudar”.
EMERGENCIA INTERNACIONAL. La argentina afirma que desde el área de salud mental ve algo impactante: “Los pacientes ya no nos hablan del trauma que significó escapar de Myanmar ni de la terrible violencia que vivieron. Tampoco de lo traumático que fue cruzar a Bangladesh y llegar a este lugar, a su refugio. No. Ellos ahora están estresados por sus condiciones de vida. Es que el campo de refugiados se siente cada vez más como una prisión abierta. Así lo definen ellos con sus palabras, porque no tienen libertad de salir ni de moverse de un lugar al otro. Están cercados, y para salir o entrar a los campos hay que gestionar permisos y pasar por una entrada con controles y puestos militares. Ellos cuentan que, así como a veces no pasa nada, otras encuentran militares que no son amables y los llevan a situaciones traumáticas que les provocan temor a intentar salir. Y no sólo los estresa la limitación de movimiento, sino que en el campo no pueden trabajar ni mejorar sus condiciones de vida. Y sus refugios, como decíamos al principio, son muy precarios, lo mismo que el acceso a agua limpia y saneamiento de los baños. Claro, se trataba de una solución temporaria hace cuatro años… Además les pesa que sus hijos crezcan en ese ambiente y no puedan estudiar, trabajar, ni tener dinero. No puedo olvidarme de un paciente de 21 años que vino con una depresión severa diciéndonos que ya no puede disfrutar ni tiene ganas de salir de casa. Nos decía ‘¿cómo voy a hacer para armar una vida si no puedo estudiar ni trabajar?’, ‘¿Cómo me voy a casar y voy a sostener a mi familia?’. Lo que me impactó es que él lo veía en lo individual. A nivel clínico lo entiendo, pero éste es un problema comunitario, de la generación que está terminando su adolescencia acá y no puede proyectar. De hecho, muchos pacientes dicen que no sólo ven el futuro negro: ¡ya no ven futuro! Un mix de todo es lo que genera los trastornos psíquicos que estamos viendo”, afirma Sandra.
LAS CAUSAS DE “LA PRISIÓN ABIERTA”. “Como en los campos hay casi un millón de personas, el gobierno de Bangladesh ha tenido que trabajar para la seguridad de los rohingyas como de las personas de afuera, porque éste no era un lugar deshabitado: hay población local viviendo. Pensando en la seguridad, el gobierno decidió que haya un control para que se sepa quién entra y quién sale, puestos militares y lugares específicos con guardias de fronteras, ya que, al encontrarse tan cerca de la frontera, hubo problemas de tráficos y drogas. El gobierno no sabe cómo solucionar el tema de los ‘nacionales de Myanmar desplazados forzadamente’, como los llama a los refugiados. O quizás no tiene la capacidad. No lo sé. En Médicos Sin Fronteras no trabajamos a nivel gobiernos ni desarrollo. Nosotros sólo damos atención médica y escuchamos de boca de los pacientes qué es lo que sienten”.
ANÁLISIS DE UNA COMPATRIOTA. “Estar acá es fuerte, porque hay varias cosas que te movilizan. Pero, así como es duro y entristece (ya que ves una situación como la de los rohingyas, que no pueden estar en Myanmar con sus derechos, y pareciera que no se va a solucionar ni en el mediano plazo), a la vez es fuerte en otro sentido, uno bastante más positivo: Te das cuenta de que una población así, tras haber perdido todo, no pierde sus energías. Uno los ve seguir adelante con sus familias, proponiendo y pensando opciones para mejorar sus vidas, y se maravilla de la fortaleza increíble que los caracteriza. Merecen la atención mundial, encontrarles soluciones a sus problemas. Verlos te inspira una humildad muy potente, que te motiva a estar y seguir acá a pesar de todo”.
Por Kari Araujo
Fotos: Gentileza Médicos Sin Fronteras y ACNUR (Roger Arnold)
Agradecemos a Belén Filgueira