La historia la cuenta Graciolina Coffy. Su peculiar nombre viene de su origen: la mujer de 63 años llegó a la Argentina a los 21 desde un pueblito de Brasil, llamado Itaki. Fue en la ciudad de Paso de los Libres, Corrientes, junto a la frontera con el país carioca, donde en 1979 conoció a quien es su marido desde hace 42 años y con quien tuvo tres hijos: Marcelo, Emmanuel y Jorgito.
Graciolina, que llegó al país para estudiar administración, dejó la carrera, se casó y en 1988 nació su tercer hijo. La felicidad de los Castillo era completa: vivían en un paraje muy tranquilo, junto su familia. No necesitaban nada más.
Pero la vida dio un vuelco cuando a los cuatro años su hijo Jorgito tuvo una infección en los ganglios que terminó siendo mucho más que eso: al pequeño le diagnosticaron carcinoma de tiroides. Una enfermedad demasiado grande para un cuerpo tan pequeño.
Impotencia, miedo, tristeza. "¿Quién puede pensar que un nene de cuatro años atraviese eso?".
“Pero nos hicimos fuertes. Por el sólo hecho de ser responsables de su vida nos llenamos de coraje para afrontar la batalla con fe y esperanza”, dice la mujer.
La llegada al Hospital Garrahan
Tras los estudios que confirmaron la enfermedad llegaron al Hospital Garrahan. “Sabíamos que era el mejor hospital y los médicos nos alentaron a viajar. Nos dijeron que ahí podían salvar a nuestro hijo, así que nos embarcamos en el recorrido con mucha ilusión”.
A partir de ese entonces empezó un recorrido que duraría siete años. De internaciones, tratamientos ambulatorios, intervenciones, análisis. La vida entre el hospital y un hotel, viajes de ida y vuelta a Corrientes. “Le contábamos historias, armábamos situaciones de fantasía, lo llevábamos a recorrer la ciudad. Siempre sonriendo con ese gusto amargo en el alma”.
Mientras tanto, sus otros hijos habían quedado a miles de kilómetros al cuidado de los abuelos. “Mi esposo viajaba cuando podía. A ellos los afectó mucho en la escuela, los traumó. Esto sacudió a la familia entera”.
En medio de tanta desolación, recibieron una ayuda inesperada. Una familia les prestó un departamento en Buenos Aires, a pocas cuadras del Garrahan. La familia Caamarano, a quienes Graciolina describe como “ángeles que cayeron del cielo”.
“Un día mi hijo le entregó leche a una clienta y le contó todo lo que estaba pasando con Jorgito, y que nosotros estábamos viviendo en un hotel en Buenos Aires. La señora le pidió a su hermana que vivía en la Ciudad que nos busque y nos ofrezca la casa, que quedaba bien cerquita del Garrahan”.
Este acto de solidaridad inesperado los inyectó con más fuerza que nunca para afrontar lo que venía. Jorgito crecía entre los pasillos del hospital y el departamento de Sarandí y los papás debían hacer frente a sus preguntas: por qué no podía correr, jugar con otros chicos, ir a la escuela. Ellos, ensayaban la misma respuesta: “Todo lo que hacemos es para que sanes”.
¿Por qué tardó tanto en curarme? - les preguntó un día Jorgito. Graciolina no tenía respuesta a esa pregunta.
Los días se volvieron meses y los meses años. Pasaron cientos de estudios, miles de extracciones. “Llorábamos a la par de él con el deseo de poder ocupar su lugar y que deje de sufrir”.
El periodo más difícil llegó con la internación en la que sometieron al pequeño a una cirugía. Los médicos tardaron siete horas en operarlo y cuando salieron, les comunicaron que el estado era demasiado avanzado y no habían logrado extraer todo, porque corría riesgo de morir en la cirugía.
“Le siguieron muchas complicaciones, internacionales de tres días que se volvieron quince, lo intubaron, no le funcionaban las cuerdas vocales”,
“Ya no hay nada por hacer”
Cuando su hijo Jorgito cumplió nueve años, Graciolina Coffy se enteró de lo que los médicos y su marido sabían desde el primer día: el diagnóstico era irreversible y la vida de su hijo comenzaba a apagarse. ”Cuando me dijeron esto estaba sola y así tuve que afrontarlo. Me perdí en la Gran Buenos aires a llorar, llorar y llorar porque ya no había más nada para hacer. Tuve que tomar un taxi para volver a mi casa porque no sabía dónde estaba”.
Cuando volvió sus lágrimas aún no se habían secado. “¿Qué pasa mamá, te peleaste de nuevo con los médicos?”. le preguntó su hijo. “Nunca se lo dije. No podía mirar a esa criatura a los ojos y decirle que tenía los días contados”.
Entonces los médicos les aconsejaron llevarlo a su casa, con sus hermanos, sus cosas. “Cerca de los caballos, que tanto amaba”.
“En el último tiempo empezó a empeorar día a día. Le costaba respirar. Un tanque de oxígeno, que al principio le duraba varios días, se acababa en menos de 24 horas. Le bajaba la presión, perdía el oxígeno y entraba en pánico. Ahí me peleé con todos. Lo quería llevar al hospital de nuevo: no podía dejarlo morir así”, recuerda.
Una médica les habló de un nuevo método, pero la ilusión duró muy poco. Era un tratamiento experimental, en el que debían extraer la médula y congelarla. Lo intentaron. Jorgito estuvo 20 días internado con medicamentos para paliar el dolor. Cada día una dosis más alta de morfina hasta que finalmente la doctora les dijo que no se podía hacer el tratamiento porque su cuerpo no iba a tolerarlo.
Con sólo 11 años, el pequeño apenas podía levantarse de la cama sin agitarse. Un 5 de enero su hermano Marcelo puso los zapatitos en la ventana y le dijo: “Mañana vienen los Reyes Magos. Pedile lo que vos quieras”.
Él respondió: “No quiero regalos. Sólo quiero que me devuelvan la salud”. Al día siguiente, Jorgito dejó este mundo y su historia cobró vida en la obra de su mamá.
El camino al libro
Graciolina Coffy cuenta que la idea de contar la historia de su hijo nació el primer día que pisaron las baldosas del Hospital Garrahan. “Fue un impacto muy fuerte, nos desconectó del lugar y la vida que habíamos tenido hasta ese momento”. Al caminar por los pasillos se encontraron con un mundo desconocido. “Para donde miráramos solo veíamos niños enfermos con las más variadas patologías. Frente a ese escenario desgarrador nuestro problema parecía diminuto”, recuerda.
Ella y su marido no conocían ese lado del mundo de las enfermedades. Vivían en un pueblo tranquilo, él era empleado de correo y ella trabajaba en un tambo con sus hijos que la ayudaban a repartir la leche. Jamás habían entrado a una sala de terapia intensiva. “Cuando lo hicimos la primera vez todos los pacientes eran niños”.
En toda su obra - titulada “Jorgito, el valiente”- Graciolina resalta la fortaleza con la que el pequeño afrontó la enfermedad, siempre con la esperanza de que iba a sanar “hasta su último suspiro”.
“El primer día que ingresó al hospital, crucé al kiosco y me compré un cuaderno y una birome.
Jorgito me ayudó con el libro. El me pidió que escribiera una obra para ayudar a los otros chicos del hospital que pasaban por lo mismo, Desde el día que murió me di a mi misma un plazo de tres meses para arrancarlo. Ese fue el luto que me permití”, cuenta.
Tardó veinte años en publicar su libro. Recorrió editoriales, viajó a distintas provincias y finalmente, el año pasado en plena pandemia, una editorial independiente de Córdoba imprimió su historia.
Durante la pandemia, salió a vender su obra "puerta por puerta". Lo recaudado es donado al Garrahan, como fue el deseo de su hijo. Ya logró recaudar cerca de $200.000, destinados a ese hospital.
“Es una forma de agradecimiento: al hospital y a cada persona que trabaja ahí. A pesar de que el final no haya sido el deseado, los médicos sabían desde el primer día que era irreversible y lucharon con todas sus fuerzas para tratar de sanarlo”.