"Cuando era chico, en casa no se escuchaba música. Por aquellos tiempos sólo poníamos la radio AM. Había un tocadiscos Winco, con cuatro o cinco álbumes que no sonaban nunca. Así que mi pasión por la música en general y la guitarra en particular, te aseguro, no vienen por ahí”, subraya moviendo su cabeza a los lados y asombrando con el dato Julio Esteban Malarino, convirtiendo su frase de inicio en el refrán inverso a aquel de “En casa de herrero, cuchillo de palo”. Porque, lo acepte o no, en los tiempos que corren el caballero nacido un 31 de mayo de 1971, con medio siglo de edad recién inaugurado, es considerado por el ambiente donde se desempeña como el mejor luthier de guitarras de la Argentina. “¿El mejor? Perdón, yo nunca diría algo así…”, nos anticipa.
–Cuéntenos por qué no se siente a gusto con esa definición que expresan los que saben.
–Sucede que en este tipo de cuestiones todo es relativo y en nuestro país hay excelentes colegas. Y, aparte, a mí me gusta llamarme “constructor de guitarras”, más que “luthier”. Y va más allá de que suelan preguntarme si pertenezco o no al grupo Les Luthiers: tiene que ver con que me encanta nuestro idioma. Al fin, lo que yo hago es, simplemente, construir guitarras.
El aroma invade mucho más que el olfato, para darle, paso a paso, lugar al resto de los sentidos. Es que el taller de 180 metros cuadrados y cinco de altura ubicado en la localidad de Olivos, partido de Vicente López, no sólo huele a pinotea, sino que además parece una especie de bosque que le pelea al tiempo, sin resignarse a que su madera pierda la identidad. ¿Cómo? Simple, transformando en guitarra lo que alguna vez fue su materia prima.
“Se trata de instrumentos únicos –apunta Malarino–, en la mayoría de los casos confeccionados por restos de los pinos que nuestro país exportó de los Estados Unidos hace más de un siglo, un siglo y medio, y acá se utilizaron en estructuras de edificios, galpones y fábricas, tanques, embarcaciones, bancos y pupitres para escuelas y, lógico, en las aberturas y los techos, pisos y muebles de las famosas casas chorizo de los cien barrios porteños. Bueno, esas maderas que respiraron tango las buscamos para recuperar aquel espíritu y volverlas guitarras”, resume Julio, quien asegura haberse dedicado a esta profesión “por diversas razones…”
–¿Cuáles?
–Una, por necesidad: tocaba la guitarra (hace tiempo que no lo hago) y no supe encontrar –o busqué mal– quién pudiera reparar y mantener mis instrumentos. Así que empecé a meter mano, desarmarlas y armarlas. Dos, por hobby. Y tres porque, como soy de las personas que apuntan a cumplir objetivos a largo plazo, lo consideré un interesante medio de vida, y me volqué a desarrollarlo. Tuvo que ver con mi autoexigencia. Así arranqué. Yo, o voy o no voy. Si me dedicaba a las dos cosas, una no la iba a hacer bien. Ya no toco la guitarra ni como aficionado. Lógico, si mis guitarras suenan mejor en los demás que en mí. ¡En todos los demás! –simplifica con humor.
–¿En qué año construyó la primera?
–Realicé un montón de pruebas y trabajos previos antes de comenzar a comercializarlas. Hay algunas terminadas que nunca salieron del taller. Considero que soy profesional a partir del nuevo milenio. Antes habré tenido una década de “jugar” con instrumentos. Lo que sí, todos los que construí y mostré están en funcionamiento. Los que no, nadie los va a conocer jamás.
–¿Cuánto requiere el proceso hasta culminarlo?
–Depende. Una guitarra clásica lleva mayor cantidad de piezas que una eléctrica, entonces demanda más tiempo. El resto, como los acabados, resultan similares. En números, un mes o un poco más una clásica y algo menos la eléctrica. En síntesis, tiempos largos.
–¿Hace guitarras “a la carta”?
–Aunque siempre hago guitarras para poder mostrar y tener stock, la mayoría son bajo pedido, lo que implica que sea un instrumento personalizado, hecho bajo las necesidades y los requerimientos del músico que lo va a tocar. El cliente puede pedir lo que quiera y lo haremos… siempre que yo esté de acuerdo (ríe).
–¡¿Ocurrió?!
–Seguro. Y yo no cedo con cuestiones que vayan en detrimento del funcionamiento. He rechazado pedidos estrambóticos: una vez solicitaron que tuviera el formato del logo de una marca. No había manera de que eso sonara bien. Tampoco superó una charla telefónica.
–Cuando le entrega una guitarra suya a un cliente común, ¿es como el pediatra que aconseja a los padres la mejor manera de tratar a su hijo recién nacido?
–En general quien se acerca sabe muy muy muy bien de qué se trata. Por supuesto que le doy consejos sobre ciertos cuidados relacionados a los cambios de humedad, le pido que controle ambientes, cuestiones específicas, generalidades… Los clientes son concientes de qué quieren. A lo sumo pueden tener alguna pequeña duda, pero conocen tu trabajo y vienen a buscar eso. En algún punto es sencillo para mí, porque no vendo guitarras, sólo me las compran.
–¿Cuánto puede durar una de ellas?
–Aunque no son eternas, existen algunas construidas en el 1500 y pico, de medio siglo. Las guitarras superan ampliamente en vida a sus constructores.
–Interrogante básico, luego de nombrarla tanto: ¿Qué es una guitarra para usted?
–Sueño seguido con guitarras. En realidad, estoy todo el día pensando en ellas (lanza una carcajada). Mirá, la primera vez que tomé conciencia de una guitarra fue cuando Alberto, mi tío y padrino, me regaló el casete Thriller, de Michael Jackson. Después un amigo me hizo conocer a Queen y por ende a Brian May. Aparecieron los Rolling Stones, el blues, Led Zeppelin, Purple y Black Sabbath. A partir de Pappo, pisando los 17, 18, me largué a tocar una eléctrica… ¿Me fui del tema, verdad?
–Nunca hay que interrumpir un rapto de entusiasmo…
–Jejé, gracias. En lo personal, para mí la guitarra es un instrumento y un objeto hermoso. En lo laboral, la pienso como una herramienta que hago para que los músicos puedan expresarse con ella.
“Soy diseñador gráfico recibido en la Universidad de Buenos Aires. Como autodidacta, y para llevar a la práctica, estudié bastante sobre tecnología de madera, acústica, razonamiento mecánico (un aspecto que incluye a la física). No puedo hacer nada hasta entender bien de qué trata. Lo contrario a jugar al fútbol, deporte que adoro. Ahí me paro de defensor e intento improvisar en la marca, tomar la mejor decisión. Dentro de mi trabajo es a la inversa, porque necesito programar cada instancia”, afirma el hijo de Liliana (docente) y Jorge (vendedor), hermano de Ezequiel (teórico en Derecho penal) y Federico (especializado en muebles y construcción).
“Calculá –avanza– que yo invertí seis meses tomando clases de caligrafía para lograr el trazo final de mi firma, la que porta la guitarra adentro. No me gusta hacer nada a medias”, explica el marido de Macarena Fernández (44, diseñadora gráfica y, según Julio, “mi jefa” en la Escuela El Virutero) y padre de Guadalupe (15) y Salvador (12).
–¿Lleva una estadística de cuántas guitarras construyó?
–Entre diez y doce por año. Superé las doscientas clásicas. También con Gallonegro, el emprendimiento que iniciamos hace dos años, hago archtop (guitarras de jazz), flamencas, eléctricas. El equipo ya lleva unas veinte, aparte de siete u ocho en proceso. Acabamos una para Gustavo Santaolalla, que se encuentra en Los Ángeles.
–¿A qué otros artistas le has diseñado?
–Trabajé con unos cuantos, porque también hago reparaciones. No siempre los grandes músicos son muy populares. Por citarte a guitarristas prestigiosos, nombraría… Difícil no quedar mal.
–Cite los tres primeros que se le vienen a la cabeza.
–Luis D’Agostino, Daniel Corzo y Julián Midón son músicos de un nivel altísimo. Algunos tienen varias de mis guitarras. Me siento súper feliz de trabajar con ellos. En general arranca en una relación cliente-constructor y terminamos siendo amigos, compartiendo asados.
–Háblenos de la mejor guitarra que construyó.
–Podría decirte alguna que me haya gustado a mí, lo que no implica que haya sido la mejor. No hay mejores que otras, porque la guitarra es útil para las necesidades de quien la toca. Recuerdo una… Recién nombré a Corzo. Daniel quería comprarme una hecha. De las cuatro o cinco que poseía en ese momento, era la que más me gustaba. Así que quería que se llevara otra y me quedara esa buena guitarra para mostrar. O sea, ¡tenía un tipo genial adelante queriendo comprármela y se la quería negar! Finalmente acepté entregársela. Todavía la conserva.
–¿Y por qué otros lados andan aquellas que ya vendió?
–En realidad las guitarras no tienen paradero, van siguiendo al dueño. Existe una buena cantidad en el país y otra afuera. Puedo nombrarte la de Guinga en Brasil, hay en Paraguay, El Salvador, Colombia, en Perú (una de Ernesto Hermoza), una de Luis Salinas en Argentina; de otro compatriota, Carlos Dorado, en Suiza; en Estados Unidos, en España, cosa que me sorprende, porque, siento la cuna de la guitarra clásica, allá vendí un montón. Además, a la fecha hay numerosos músicos populares locales e internacionales a los que les venimos proyectando instrumentos.
–¿La mayoría de sus clientes son extranjeros?
–Sí, estoy vendiendo más al exterior. No es una situación buscada. Se debe a los altos costos y a la devaluación que vivimos. Acá se hace difícil comprar una guitarra de alto valor. Mi base de precios es de 6.600 dólares para las clásicas, y a partir de los 2.200, para las eléctricas. Me encantaría contar con un mayor mercado acá. Ocurre que no estoy dispuesto a bajar la calidad para que bajen los precios. Sin embargo, insisto en tratar de buscarle una vuelta. Me interesa el mercado local. No sólo porque hay un placer y orgullo en poder avanzar en él, sino por necesidad: para tener cierta posición, cierto nombre, es necesario que lo tengas dentro de tu país.
–¿Cuenta con lista de espera?
–De entre siete y doce meses. El último año y pico, con la pandemia, impactó fuerte. Antes llegué a sumar tres años de pedidos tomados.
–¿A qué músicos le hubiese gustado o le gustaría construirle una guitarra? Sueñe despierto, sin límites de épocas ni nombres.
–Ufff, a Atahualpa Yupanqui, y del lado de las eléctricas, a Jeff Beck, que me vuelvo loco como toca.
–¿Hacia dónde apuntan sus objetivos a corto y largo plazo?
–Me gustaría que las guitarras y lo que se ha armado –Gallonegro, las clases (en El Virutero y en la Escuela Municipal, donde, junto a Martín Bortolín, Leonardo Orsi y Alex Leibiusky, instruye de manera virtual a 238 alumnos)– me trasciendan. No quiero que, cuando muera, lo transitado haya sido para nada, no dejar un legado. También me gustaría lograr trasladar al ámbito internacional lo conseguido. Y, claro, seguir aprendiendo: en esta profesión es lo que jamás podés parar de hacer.
Por Leonardo Ibáñez
Filmación: Alejandro Carra.
Edición de video: Cristian Calvani
Retoque digital: Gustavo Ramírez y Mariano Speroni
Fotos: Alejandro Carra y cortesía de Gallonegro