Valeria Mareco y Javier Geoghegan son los directivos de Amundsen, una escuela que se enfoca en el desarrollo de habilidades intra e interpersonales.
Los docentes reclaman que mejoren sus condiciones en el aula. Los padres esperan respuestas de la comunidad educativa. Los especialistas alertan sobre el crecimiento de los trastornos de comportamiento y atención. Los alumnos siguen pasando por las aulas incorporando contenidos más o menos significativos. Desde todos lados se señala a la escuela –heredera de la Ilustración– por no haberse adaptado a los tiempos que corren. El contexto requiere educación de calidad: no se trata de saber más, sino de tener la capacidad de interactuar mejor con los otros.
Esta premisa atraviesa el ideario de Amundsen, una escuela de General Pacheco (a 35,4 kilómetros del Obelisco) donde toda la comunidad pone el foco en desarrollar habilidades intra e interpersonales que hasta hoy eran consideradas “blandas” y que, según los directivos del establecimiento, “son esenciales para el desarrollo humano integral”. El colegio, de gestión privada, abrió sus puertas hace dos años con el objetivo de brindar educación de calidad a un precio accesible.
“Queremos innovar en la forma de enseñar”, sentencia Javier Geoghegan, su creador e impulsor principal. “Es una estructura muy delgada: no hay gente de más y los que están trabajan un montón. Hay entrega y pasión”, dice, tratando de explicar la fórmula que les permite tener una cuota accesible aun sin tener subsidio estatal. “No hacemos colegios para hacernos millonarios, sino porque creemos que en la Argentina falta educación de calidad”, enfatiza.
–¿Qué define la calidad en educación?
–Educación de calidad es brindar a cada chico la posibilidad de que su futuro no dependa del contexto en el que se crio. Que el alumno pueda asumir la carga académica de la Universidad o de un profesorado si quiere, que tenga la chance de afrontar un emprendimiento profesional, si es lo que desea. Es generar un chico que aprenda a aprender, a desaprender y a volver a aprender. Buscamos que el resultado sea un amigo leal, un marido o esposa fiel, un papá o mamá amorosos, ciudadanos comprometidos, profesionales responsables. Eso es educación de calidad. Sé que es trillado, pero la mejor pedagogía, el mejor método, es el amor. Donde hay amor hay respeto, y a partir de ahí, oportunidad de crear. Eso es educación: amor, entrega, servicio.
–¿Por qué apostar a la educación?
–Porque el país lo necesita. Y porque estamos convencidos de que todos, absolutamente todos, tenemos la capacidad de aprender. Buscamos brindar las condiciones para promover esos procesos de aprendizaje. ¡No podemos seguir culpando a los chicos por rotar por distintas instituciones! Trabajamos para que el alumno sea protagonista de sus propios aprendizajes, en lugar de mantener esa idea del maestro como poseedor del saber.
A su lado, Valeria Mareco asiente cada afirmación. Ella es profesora de Educación Física, operadora en Psicología Social y capacitadora en el programa Nuestra Escuela. En Amundsen se desempeña como directora. “Es maravilloso estar al frente de un colegio así: soy una convencida de que todo lo que favorece el encuentro suma un montón”, afirma luego de presentarse como “madre de cuatro, lo que me hizo atravesar un sinfín de situaciones en el ámbito escolar”. Por esa razón reconoce la importancia de dar respuesta a los padres cuando llegan con un problema o alguna situación de angustia. “Acá somos un equipo: mamá, papá, la familia, el colegio. Somos pilares fundamentales para sacar adelante a los chicos. Intentamos dar a cada uno herramientas para que pueda desarrollarse. No podemos permitir que los chicos roten de escuela buscando su lugar: ¡tenemos que ser ‘el’ lugar!”, señala informando que para responder a esta problemática trabajan junto a la Fundación Vivir Agradecidos.
“Los niños no se están adaptando a la escuela, y eso hace que se despierten vulnerabilidades de la persona–se suma la doctora Lorena Llóbenes, especializada en Neurología Infantil–. Entonces ¡la escuela se adapta al niño! Proponemos cambiar un poco los contextos como para acompañar a estos niños, que tienen otras características, otra mente y otros desafíos. Si no, la humanidad cambia pero la escuela queda siempre en el mismo lugar. En lugar de darles a los alumnos cursos de Inteligencia Emocional, algo que muchas veces representa una carga extra para los docentes, armamos un programa para trabajar con los maestros esta área de modo que ellos puedan encarnar las llamadas ‘cualidades blandas’ –que nosotros creemos que hoy son de supervivencia– y aprovechar cada oportunidad de aprendizaje para transmitirlas.
–¿Cuáles son esas cualidades?
–Las trabajamos en tres grupos. Primero, la presencia. Entrenamos la atención de las personas, porque entendemos que sin esto no hay aprendizaje. Y hoy es uno de los déficits que más crecen. Aquello a lo que le prestamos atención se instala en nuestro cerebro, que es neuroplástico. Una forma de ejercitar la atención es meditar o llevar la atención a la respiración, al cuerpo o a alguna intención, por ejemplo. Si al comienzo de cada hora los chicos ejercitan su atención, adquieren un poder enorme. En esta área también trabajamos la conciencia del cuerpo: vivimos en una sociedad anclada en los pensamientos y poco conectada con el cuerpo y los sentidos. Ésa es la puerta de entrada al momento presente.
–¿Cuáles son las otras áreas que trabajan?
–El segundo módulo es la afectividad. Incluye cualidades que se construyen como la lectoescritura: la regulación de las emociones, la compasión, la gratitud. Finalmente, la tercer área es la que llamamos “meta-cognición” y tiene que ver con la toma de perspectiva. Es la capacidad que tenemos los seres humanos de observar los pensamientos sin quedarnos identificados, fusionados o pegados a todo lo que pensamos.
Entretanto, la comunidad escolar nota el impacto de este modelo educativo. Los alumnos señalan que aparte de los contenidos académicos, los docentes les brindan herramientas para desarrollarse como individuos. “Tenía problemitas para aprender y acá los profesores se toman el tiempo para explicarme las cosas”, cuenta Milagros, una alumna de secundario diagnosticada con dislexia, que llegó al establecimiento sin confiar del todo en su capacidad para terminar el secundario.
Los padres, por su parte, celebran que los maestros conozcan a cada niño y estén atentos a resolver los problemas con celeridad. “Mi hijo viene de un colegio en el que la maestra nunca supo su nombre. Acá, él habla con cariño hasta de la directora y eso que sabe que es una figura de autoridad”, cuenta Natalia Barzaghi, mamá de Gabriel, alumno de tercer grado. “Elegí este colegio porque buscaba algo con más contención, un lugar donde se ocuparan más de los chicos, que fuera algo más personalizado. El año pasado me gustaba que el cuaderno no estuviera atiborrado de contenidos y aun así ver que Gabriel aprendía un montón. Jugaban con dados, por ejemplo. Aprendió desde otro lado: no desde la cosa de sentarse y copiar como una maquinita. Jugaban un montón y aprendían así. Para él, venir a la escuela se convirtió en algo motivador”, cierra Natalia, esperanzada.
“Acá aprendés mejor”
Malena Bobadilla, Agustina Midolo, Milagros Palmucci y Valentina De Francesco terminarán la secundaria en 2020. Se conocieron en Amundsen. Llegaron por diversas razones. “En el otro colegio había mucha gente y yo necesitaba algo más personal. Valen me había contado que acá no eran tantos alumnos y que no eras un número más, sino que realmente les importabas a los docentes”, recuerda Milagros, a quien siempre le habían dicho que tenía “problemitas de aprendizaje”. Agustina llegó por recomendación de un amigo. “Te preparan para salir sola a la calle: no sólo estudiás con el libro”, comenta. Cuentan que desde la institución las acompañaron en la elección de su carrera y que aprendieron, por ejemplo, a cuidar el colegio: “La escuela es de todos. Salimos del curso y barremos, limpiamos, ordenamos”, apunta Malena, para que Valentina redondee: “Y está bien, porque el desorden lo hicimos nosotros”.