Reposaba sobre unos almohadones, ligeramente recostado sobre el lado derecho
de la gran cama, cubierto por mantas blancas. Las sondas que lo habían
alimentado en los últimos días, ya inútiles, colgaban a ambos lados. Sobre el
pecho el escapulario que lo acompañaba desde niño, regalo de su madre, Emilia,
con una medalla del Sagrado Corazón de una faz, y la Virgen de la Misericordia
de la otra. Con la respiración entrecortada, miró por última vez la enorme
habitación de su departamento vaticano, y sonrió con sus ojos azules hacia
quienes, sentados desde sendos sillones ubicados frente a él, lo verían morir:
su leal secretario polaco, Stanislaw Dziwisz -quien lo acompañó en esa función
durante los últimos 40 años- y una de las tres monjas Siervas del Sagrado
Corazón de Jesús, también polacas, que lo atendían dirigidas por la superiora
Tobiana Sobdka. Levantó la mano derecha, en señal de bendición, y el fiel
Stanislaw comprendió que se acercaba el fin. Se acercó y le tomó la mano
temblorosa. A las 21.37, el hombre que durante 26 años guió a 1300 millones de
católicos susurró un "Amén", cerró los ojos por última vez, cesó su
respiración, su pulso, y su cuerpo de 84 años dejó de aferrase a la vida
terrenal. Entonces Karol Wojtyla, Juan Pablo II, vio definitivamente a Dios.
A escasos metros, en silencio, acaso sollozando, contemplaban la escena su
otro secretario, monseñor Mieczyskaw Mokrzycki, el cardenal Marian Jaworski, el
arzobispo Stanislaz Ryljo y el padre Tadeusz Styczen, un viejo amigo personal; y
también su octogenario médico personal, Renato Buzzonetti -quien certificó que
su muerte se produjo por un "shock séptico (una infección generalizada)
y un colapso cardiovascular"-, dos médicos de guardia -Alessandro Barelli
y Ciro D'Allo, que durante los últimos dos meses se turnaban cada tres horas,
día y noche, para cuidarlo-, dos enfermeros, dos especialistas en reanimación,
un otorrinolaringólogo, y un cardiólogo, quien se encargó de constatar su deceso
-más allá de los ritos impuestos por la religión- tras 20 minutos de pruebas de
electrocardiogramas. Ellos fueron testigos de sus últimos instantes, sus últimas
palabras, gestos y sonidos, los que nadie puede registrar en imágenes ni grabar
por decisión de Paulo VI, tras el escándalo que desataron las fotografías de Pío
XII muerto, aún con la máscara de oxígeno que lo asistía, publicadas por su
médico personal, Galeazzi Lisi.
El Papa era ya un cuerpo exánime, y debía comenzar el rito postrero. A la
habitación, custodiada por dos guardias suizos, ingresaron el cardenal
Secretario Angelo Sodano; el camarlengo de la Iglesia de Roma, el cardenal
español Eduardo Martínez Somalo; el sustituto de la Secretaría de Estado, el
arzobispo argentino Leonardo Sandri; y el vice camarlengo, el arzobispo Paolo
Sardi. Instantes más tarde, se acercaron el cardenal Joseph Ratzinger, decano
del Colegio Cardenalicio, y el cardenal Josef Tomko. Martínez Somalo fue el
encargado de golpear su frente con un martillo de plata, y tras repetir por tres
veces su nombre, decir "El Papa ha muerto". Luego, el maestro de Cámara
rompió el anillo del Pescador -que llevaba el sello de Juan Pablo II- para
evitar cualquier tipo de falsificación de documentos. Con su fin, también los
principales miembros de su círculo más cercano, casi todos ellos polacos -pero
que incluye también al portavoz español Joaquín Navarro Valls, quien brindó el
comunicado oficial de su muerte a las 22.00 horas de Roma- tienen los minutos
contados en las esferas más influyentes del Vaticano. La fría letra de las
reglas eclesiásticas, escritas por el propio Juan Pablo II en la Constitución
Apostólica Universi Dominicio Gregis, que promulgó el 22 de febrero de 1996
indican, por ejemplo, que deben abandonar los aposentos del palacio vaticano en
el término de 48 horas. En rigor, sólo cinco dignatarios conservarán sus
puestos. Entre ellos, el arzobispo argentino Leonardo Sandri, ministro del
Interior del Vaticano, quien fue el encargado de leer todos los mensajes del
Papa durante el último año, y quien le comunicó el deceso a la multitud reunida
en la Plaza San Pedro, después de que las luces de las habitaciones del Santo
Padre se hubieran apagado y prendido en señal de que ya se podía develar el
fallecimiento, con palabras sentidas: "Juan Pablo II ha retornado al hogar
del Padre".
LA AGONIA, MINUTO A MINUTO. Pero hubo un antes del último momento. Una
triste agonía. Un lento desasosiego por ver el deterioro del hombre -nunca,
digámoslo una vez más, de su espíritu- que alguna vez fue llamado "el atleta
de Dios" por su vitalidad. Por primera vez, la etapa postrera de la vida de
un Papa -algo siempre sumido en el misterio- fue comunicada minuto a minuto por
el Vaticano. Quizás, para aventar rumores y versiones como sucedió tras la
muerte de Albino Luciani -Juan Pablo I-, antecesor del Papa polaco.
El trayecto final del vía crucis de Karol Wojtyla comenzó el miércoles 30 de
marzo, el día de su última aparición pública desde la ventana del despacho de su
austero departamento del tercer piso, que consta de un dormitorio, una capilla
privada, un living, una cocina, un baño y el mencionado escritorio. Ese día, que
será recordado porque la enfermedad no le permitió saludar a la multitud, le
colocaron una sonda nasogástrica.
Al día siguiente, a las 19.30, tras una mañana serena, su estado se agravó y
recibió por primera vez la extremaunción. Una infección en las vías urinarias le
produjo un paro cardiorrespiratorio, del que pudo salir. "Es un polaco duro",
dijo uno de sus colaboradores, refiriéndose al corazón del Papa, que no cejaba.
El 1º de abril, a las seis de la mañana, concelebró la misa pese a su estado
de salud, dijeron en el Vaticano. Ese mismo día eligió permanecer en su
departamento -convertido en una virtual sala de terapia intensiva- en vez de
trasladarse al Policlínico Gemelli, donde el 24 de marzo le habían practicado
una traqueotomía. Dos horas después, sin embargo, Navarro Valls, su vocero,
señaló que su estado era "muy grave", pero estaba sereno y lúcido. A
partir de ese momento, las frases sobre su estado se sucedieron sin cesar, y
ninguna dejaba la más mínima luz de esperanza de vida.
Una frase del cardenal polaco Andrea Deskur, íntimo amigo de Karol Wojtyla,
refirió a las 9.50 de esa mañana que "el Papa se apaga serenamente". Esto
obligó al Vaticano a desmentir, 40 minutos después, que el Sumo Pontífice se
encontrara en coma, como anunciaban medios italianos. Pasado el mediodía,
Navarro Valls repite la frase dicha por la mañana. A las siete de la tarde, el
cardenal Camillo Ruini, en la misa que dio en la basílica romana de San Juan de
Letrán, dijo: "En estas horas de sufrimiento, como siempre durante su
incansable ministerio, ya ve y toca a Dios, ya está unido a nuestro único
Salvador". Media hora más tarde, Navarro Valls señaló que el Papa sufría "hipotensión
arterial e insuficiencia cardiovascular y renal". Apenas una hora y diez
minutos después, comenzaron rumores de que Juan Pablo II había entrado en coma.
El Vaticano, una vez más, desmiente que Karol Wojtyla presente un "encefalograma
plano".
A las nueve de la noche, 60 mil personas rezan el Rosario en la Plaza San
Pedro. El sacerdote que dirige la oración, Angelo Comastri, les indica que "esta
noche, Cristo abre las puertas al Papa". Dos horas después, ante la falta de
noticias, la plaza comienza a despoblarse.
El 2 de abril, a las 11.39, Navarro Valls brinda el primer parte médico del
día: "Las condiciones generales cardiorrespiratorias y metabólicas del Santo
Padre se mantienen sustancialmente invariables, y por tanto gravísimas". El
influyente cardenal Ratzinger señala que Juan Pablo II "sabe que está a punto
de pasar a manos de Dios".
Navarro Valls también promete que entre las 17.30 y las 18.00 regresará para
dar otro parte. Pero eso no sucede, y el Vaticano no da explicaciones. El vocero
sólo volverá a aparecer en la sala de prensa de la Santa Sede para anunciar la
muerte del Papa.
Recién a las 19.20 se brinda el último parte médico: "Las condiciones
clínicas del Santo Padre siguen siendo gravísimas. A última hora de esta mañana
tenía la fiebre alta. Cuando se le pregunta, responde correctamente a las
preguntas de los que conviven con él".
A las ocho de la noche, en su departamento, el arzobispo Dziwisz -su
secretario y casi un hijo adoptivo- presidió la última misa que presenció el
Papa, le administró el Viático (la última Eucaristía) y una vez más la unción de
los enfermos. En la misa se celebró a la Divina Misericordia, festividad que él
mismo instituyó para honrar el culto impulsado por la santa polaca Faustina
Kowalska, de quien se consideraba discípulo. Fue, acaso, un guiño de Dios, una
curiosa parábola que le daba la bienvenida al cielo.
Sábado por la noche en la Plaza de San Pedro, mientras las campanas tañían despidiendo al Papa, la multitud permanecía inmóvil, entre lágrimas y oraciones. A las 22 horas, el arzobispo argentino Leonardo Sandri había anunciado la muerte del Sumo Pontífice.
La mano derecha se alza el miércoles 30 de marzo desde la ventana de su despacho en el Palacio Eclesiástico del Vaticano, en el último saludo del Pastor a su rebaño, como miles de veces, pero esta vez con un esfuerzo supremo. El rostro está transformado en un rictus doloroso por la salud ya doblegada en forma definitiva; pero el espíritu de Juan Pablo II, hasta el mismo instante de su muerte, fue inquebrantable. Pidió que no hubiera lágrimas en su despedida, y uno de sus recuerdos finales fue para los jóven