No costaría nada imaginarlo sentado todas las tardes en alguno de los sillones de este living de techos altos y bibliotecas abarrotadas. Acá en su vieja casona de Caballito, abstraído de lo que pasa afuera, acariciando un gato negro que dormita sobre su falda mientras imagina el próximo enigma o historia que escribirá con letra minúscula en alguno de sus cuadernitos, que después pasará en limpio a la computadora (pero usando esa letra típica de las máquinas de escribir) y después corregirá hasta hartarse. O hasta que su editor se ponga demasiado pesado. En ese sentido, De Santis (44, licenciado en Letras) podría ser pensado como un escritor del siglo XIX, alejado de internet, de la actualidad, del discurso coyuntural que lo rodea, siempre concentrado en sus propias historias, como un chico que juega con sus autitos: ésa es su única realidad.
Pero hay un detalle. Pablo no tiene gato negro ni de ningún color. Sí, una esposa y cuatro hijos. Y además, dice que colgarse a mirar televisión es algo que le gusta. Igual que algunas canciones de 2 Minutos y que el último disco de los Auténticos Decadentes. Pero, sobre todo, los noticieros. “Crónica TV es un canal fabuloso. ¡Esos programas insólitos que tiene, esas placas rojas! Todo un hallazgo narrativo”, asegura. Sin embargo, aunque su último libro, El enigma de París, sea un policial y haya ganado el Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa, mirar por tevé los avances del caso Dalmasso o los retrocesos del caso García Belsunce no es algo que lo alimente para sus historias.
“Siempre me atrajeron las historias cuando hay un crimen o presentan algún misterio, como el de María Marta. Es increíble, porque ni siquiera hay hipótesis verosímiles. Pero nunca podría escribir sobre eso. Mis libros siempre se nutren de hechos lejanos, de la infancia o de recuerdos, pero nunca de lo inmediato. Jamás aparece inmediatamente en mis textos algo que vivo. Mi relación con la literatura es muy distante. Siento que trabajo con el tiempo, no con lo inmediato. Soy de elaboración lenta. No me gusta hablar de algo muy cercano”.
Si hubiera que marcar algunos momentos fundamentales en la carrera literaria de De Santis, el primero sería cuando su madre recortaba los poemas que Borges publicaba en La Nación, el segundo cuando a los 15 años sus padres le regalaron una máquina de escribir y, el tercero, cuando mandó un guión a un concurso organizado por la revista Fierro, y ganó. “A partir de ahí, logré un lugar en la redacción, que para mí fue un espacio de contención y estímulo. Ahí lo conocí a Juan Sasturain, que fue una especie de maestro. Era un ambiente muy estimulante. Te podías cruzar con Ricardo Piglia o con los grandes dibujantes. Allí se mezclaba todo: desde la historieta, la literatura policial, de ciencia ficción, a la literatura argentina en general”, cuenta. Mientras, había entrado como periodista en la revista Radiolandia 2000 donde, entre otras delicias de la profesión, le cayó en suerte conocer a la farándula de los 80. “Me tocaba ir a preguntarle a Adriana Aguirre si se había divorciado, o entrevistar a Moria Casán, Olmedo, Porcel y hacer temporada en Carlos Paz. Fue una época muy divertida”.
En aquellos años (1987) publicó su primera novela, El palacio de la noche, en una edición de autor que costeó de su propio bolsillo. Tiempo después empezó a escribir novelas juveniles, que tenían más recepción en el mercado editorial y que le permitieron vivir de la literatura. Más adelante vendrían novelas como Filosofía y letras, El teatro de la memoria o El calígrafo de Voltaire, las traducciones a otros idiomas y los premios internacionales. Además del Planeta-Casa de América (dotado con una remuneración de 200 mil dólares), De Santis obtuvo, entre otros, el Konex de Platino en Literatura Juvenil. Recibió también el hermoso halago de que una de sus novelas, La sexta lámpara, haya resultado elegida entre las mejores cien en idioma castellano de los últimos veinticinco años, en el marco del último Congreso de la Lengua. Una distinción que compartió nada menos que con Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Augusto Roa Bastos y Carlos Fuentes.
–¿Cómo pensás la literatura?
–Para mí hay un vínculo muy estrecho entre la escritura y los juegos de la infancia. Yo jugaba con soldaditos, castillos, historias de invasiones… De alguna manera, continué haciéndolo a través de la literatura. Si escribo es porque mantuve una especie de núcleo, una conexión con algo de la infancia que en otras personas se pierde.
–Y se dio una continuidad…
–En casa la literatura estaba mezclada con el resto de los objetos en el espacio familiar. Mi mamá recortaba los poemas de Borges que aparecían en La Nación y los ponía debajo del vidrio de la mesita de luz, o de la cómoda. Nunca recibí la distinción entre alta cultura y cultura popular, era como que todo tenía el mismo valor. Pero creo que lo que más me marcó fue cuando mis padres iban al cine a ver las películas prohibidas para menores y después siempre me las contaban. Sobre todo las de Hitchcock. Filmes como Los pájaros, los conocía de memoria.
–Lo policial está casi siempre presente en tus novelas. ¿Qué es lo que te atrae de ese género?
–Uno siempre lee para responderse una pregunta. En toda lectura siempre hay un enigma. Y las novelas policiales ponen ese enigma en un primer plano, nos hablan del misterio en sí de toda lectura. Porque uno nunca sabe por qué lee o se engancha con una historia que sabe que no es verdadera. Además, creo que estas novelas descubrieron al héroe quieto. Antes, los héroes eran los que recorrían el mundo, cruzaban los mares o se metían en la selva. Y de pronto aparece este héroe que está ahí mirando los rincones, viendo si hay una colilla de cigarrillo, leyendo el mundo que está a su alrededor, casi sin moverse.
–¿Para qué creés que sirve escribir?
–La literatura siempre propone sentidos a partir de los cuales uno resignifica su vida. Todo lo que leemos siempre está relacionado con nuestra existencia. Tiene sentido en la medida que le damos un lugar, no sólo de nuestro tiempo, sino de nuestro mundo emocional. Miramos nuestra vida a partir de los libros que leemos y de las películas que vemos. La ficción siempre es un instrumento para encontrar significados.
–¿Y dónde te parece que quedaría esa discusión de literatura comprometida sí o no?
–Esa idea de modificar el mundo a través de la literatura quedó fuera de lugar tanto por izquierda como por derecha. Además, a veces los escritores somos peligrosos para hablar. Tendemos a mistificar las cosas. Hay algo en la mirada del escritor de dejarse llevar por las palabras. No creo que los escritores seamos buenos analizando la realidad política. No somos pragmáticos, no tenemos las condiciones necesarias.
–¿A vos te interesa la política?
–Me interesa como ciudadano, pero no tengo esa idea de que como intelectual uno puede tener una opinión superior a la de cualquier otra persona. Me parece que eso pertenece al elitismo clásico de la izquierda.
–Llama la atención que en los debates sobre la realidad nacional haya cada vez menos voces de intelectuales…
–Yo no sé si los escritores tenemos voz más autorizada o si se nos debe escuchar más que a cualquier hijo de vecino. ¿Por qué? ¿Por saber escribir una historia uno va a conocer más de política? Nuestro mayor escritor, Borges, fue el más desastroso de todos: una inteligencia prodigiosa, una gran creatividad, y al momento de opinar era terrible. O Cortázar, que estuvo del lado de las buenas causas, y era totalmente ingenuo cuando opinaba de política. Así que no sé si los escritores somos los más indicados para decir cómo o quiénes tienen que gobernar el país.
“Siempre me atrajeron las historias cuando hay un crimen o presentan algún misterio, como el de García Belsunce”.
“Para mí hay un vínculo muy estrecho entre la literatura y los juegos de la infancia. Yo jugaba con soldaditos, castillos, historias de invasiones y, de alguna manera, continué haciéndolo a través de la literatura”.