A los 49 años, va por la reelección por el Frente de Todos. Casado con Romina Uhrig y padre de tres hijos, cuenta cómo fue su infancia y su llegada al poder: "Conocí el agua caliente, de abrir la canilla y que salga, a los treinta y pico".
Yo viví seis meses en una carpa, al lado de un arroyo, en el terreno donde construía mi casa. Me había peleado con mi viejo y me fui ahí. Para bañarme, a la mañana llenaba un tacho de 200 litros de agua con una bomba y lo dejaba al sol para que se calentara, y a la tarde me lo tiraba encima, como el Chavo. Una vez llovió mucho y el arroyo desbordó. Amanecí y pisé agua dentro de la carpa. Tenía enchufado un televisor chiquito adentro y el cable ahí. Con una caña lo desenchufé de un poste de luz. Ya era grande, tenía 30 años... Me tuvieron que rescatar”, cuenta con naturalidad Walter Festa (49), el intendente de Moreno que va por su reelección: en las PASO deberá competir –además de los partidos opositores– con otros cinco espacios del Frente de Todos que integra. A su lado, durante toda la charla, está Romina Uhrig (31, secretaria de Producción del Municipio), a quien presenta como “mi señora”. Empezaron a salir, cuenta, “en el 2015: me enamoré y me casé por primera vez”. Él tiene dos hijos de una relación anterior –Juan Franco (15) y Juan Patricio (12)–, y ella, una –Mía (8)–. Felicitas Guadalupe, la hija de ambos, tiene siete meses.
Festa no nació en el distrito que administra, sino en San Miguel, y llegó allí a los 12 años. “Mis viejos cuidaban una casa quinta; él era jardinero y mi madre limpiaba casas. Yo soy hijo único. El lugar que nos dieron para vivir era un garaje. Para ir al baño en invierno tenía que cruzar un patio abierto. ¡Cómo sufrí el frío yo...! Hasta hoy lo sufro. Recién tuve agua caliente, de abrir la canilla y que salga, como a los treinta y pico. Y mi temor más grande, mi pesadilla, es volver a vivir así. Los que venimos de muy abajo siempre tenemos ese miedo. Tuve una vida dura, pero estoy orgulloso”,dice durante la charla en el Centro de Monitoreo del Kilómetro 41 de la Autopista del Oeste.
Sus padres ya no viven, pero el recuerdo de ambos es vívido: “Mi viejo, Rolando, era un tano complicado, jodido. Lo pude disfrutar recién después de la muerte de mi mamá, Ramona. Entonces se tranquilizó. Los dos fallecieron de fea forma. Antes de morir de cáncer, mi madre me llamó por teléfono y me pidió que la fuera a ver. Llegué corriendo. Cuando entré a su habitación, en ese segundo dejó de respirar. Me aguantó hasta el final. Lo de papá fue peor. Me entraron a robar. Me apuntaron a mí y a mis hijos. Me dejaron una hora cuarenta encerrado y me llevaron todo, hasta una camioneta. Era empleado municipal y al otro día tenía que viajar a Paraná. Fui a ver a mi viejo para decirle que estaba bien, lo saludé, y me fui. Volví a los tres días, pasé y lo encontré muerto de un paro cardíaco, todo hinchado... Ellos no me dieron consejos pero me dejaron valores: los mamé viéndolos laburar”.
El primer trabajo de Festa, según cuenta, fue a los ocho años en San Miguel, vendiendo bolsas de residuos por las casas. Más tarde, cuando salía de la escuela, ayudaba a su padre, que entonces atendía la verdulería del supermercado La Montaña de Oro, en José C. Paz. “Le hacía las cuentas –recuerda–. A veces estaba tan cansado que me dormía arriba de las papas. Y de más grande lo ayudaba como jardinero... Trabajé de un montón de cosas: mi primer dulce de leche me lo compré vendiendo cobre. A veces pienso que, como papá, cometo el error de darles todo a mis hijos”.
De chico viví en un garage. Para ir al baño tenía que cruzar un patio abierto. ¡Cómo sufrí el frío! Hasta hoy lo sufro... Mi temor más grande, mi pesadilla, es volver a vivir así. Todos los que venimos de muy abajo tenemos ese miedo
Cuando llegó a Moreno, Festa recuerda que no tenía muchos amigos. “Era bastante ermitaño, y como eran todas quintas, no había muchos chicos con quienes jugar”. Pero una tarde, a los 16 años, un partido de fútbol –a él, fanático de River– le cambió la vida. “Había ido a la iglesia a pedirle a la Virgen que nos pudiéramos ir de vacaciones, porque a papá no le alcanzaba la guita. Ahí vi que un grupo de chicos jugaba con un cura que era jodido, el padre Mancuso. Me preguntó quién era, me invitó a jugar y me enganché con ese grupo. Un año más tarde otro cura, el padre Fabián Sáenz, de quien me hice amigo, nos llevó de campamento y me dijo que iba a ser catequista. Me vio líder, notó algo que yo no sabía que tenía. Ese cura me pidió que le hiciera gamba con un programa de radio los domingos a la mañana. Me gustó y empecé con uno mío, que se llamaba La guerra del amor, como el tema de Piero. Pero al tiempo no podía pagar el espacio, y entonces el dueño de la radio me propuso pasar música dos días por semana como pago”, relata entusiasmado.
Todo se fue encadenando: Festa había empezado a caminar hacia la intendencia, aunque todavía lo ignoraba. “Estando ahí, el cura me habló de la posibilidad de un trabajo en San Martín. Tenía que rellenar pomitos de témpera y ponerles la tapita. Doce horas de pie y, si fuera hoy, unos 60 mil pesos de sueldo. En tres meses, pensé, me podía comprar un Fitito. El día que me despedía de la radio pasaba tangos en el programa de un político, Julio Asseff padre, que era diputado provincial. Cuando lo saludé me dijo: ‘No, no. Venís a trabajar conmigo. Voy a ser intendente y alquilé una casa para la campaña. Tenés que limpiar y atender a la gente’. Pero eran 15 lucas. Yo vi que Asseff iba a ganar y acepté su propuesta”. Con ese político –que ganó– aprendió no sólo a cebar mate: el 10 de diciembre del ’91 arrancó su carrera política.
Pero el camino no se le allanó así nomás. Asseff lo echó: “Descubrí una estafa de un intendente anterior, el diario opositor me sacó en tapa y a él no le gustó. ‘¿Qué hacés, hormiguita viajera? El único que sale en los diarios soy yo’, me dijo”. Durante unos años, Festa trabajó por las noches como remisero. Hasta que el ex intendente Andrés Arregui lo sumó otra vez a la política.“Volví a la Municipalidad. Tenía tres teléfonos y una máquina de escribir para atender los reclamos de la comunidad”, cuenta. En 2015 se cobró todas las cuentas: en las PASO le ganó al entonces intendente Mariano West, y en las generales a Aníbal Asseff, el hijo de Julio, con el 45,57 por ciento de los votos. El 10 de diciembre asumió como jefe comunal. En la caja de Moreno había sólo 35 mil pesos.
“Cuando llegué encontré un desastre –cuenta hoy–. La Municipalidad tenía un déficit mensual de 44 millones. No me dejaron ni las llaves de la oficina. Había sólo 32 cámaras de seguridad: hoy tenemos 900. La Provincia me ofrecía plata para pagar el aguinaldo, pero debía devolverla en diez días. Estuve encerrado cuatro días en mi casa... Se me durmió un brazo y la boca, tuve un pico de presión. Renunció hasta la tesorera... Pero ahí intercedió Dios: el último día hábil del mes entraron de Nación 35 millones de pesos que le debían a West, y otros 24 millones de una moratoria que vencía. Pude devolver todo y quedaron tres millones a favor”.
En Moreno, según las mediciones de la UCA, el 50 por ciento de los habitantes está bajo la línea de pobreza. “Se quintuplicaron los comedores y los merenderos. Tienen que elegir entre comer y pagar las tasas municipales. Acá, de cada cien vecinos, pagan 34. Lo subimos cuatro puntos y con eso equilibramos las cuentas”, dice. Él sabe qué falta y entiende a los vecinos que se quejan: “La población de Moreno creció, en 12 años, en casi 200 mil habitantes (hoy, según proyecciones del INDEC, tiene más de 500 mil). De sus 16 mil calles, 12.000 son de tierra y 4.000 de asfalto... el 80 por ciento destruido. Acá West hizo asfalto de siete centímetros de espesor: pasan los colectivos y lo rompen. Hay que pensar en mil cuadras de hormigón para recuperar los recorridos del transporte público. Y la otra prioridad es comprar treinta camiones, para levantar mejor la basura. Fueron años difíciles, pero estoy seguro que con Alberto como presidente y Axel como gobernador vamos a poder hacer un Moreno para todos”. n